El adagio popular dice que quien no conoce su historia está condenado a repetirla, pero esto es una verdad a medias, aunque creo en la buena intención que tienen quienes la emplean. Para la muestra un botón: Hace poco más de un año, la preocupación por la propagación del Covid-19 hizo que las autoridades del mundo implantarán el aislamiento social, las medidas de bioseguridad y la digitalización acelerada como las nuevas reglas del juego de nuestras sociedades. Ahora, a pesar de las advertencias proporcionadas por el gobierno y que fueron extendidas por los medios de comunicación, parece inevitable un nuevo repunte de contagios y en algunas ciudades del país ya se piensa en nuevas restricciones de movilidad para reducir la expansión del virus.
El inicio del 2021 da la impresión de ser similar al del año anterior, aunque dista en algunos puntos. Cuando la alcaldesa de Bogotá propuso la idea de un simulacro de aislamiento en marzo del 2020, como medida preventiva para evitar la dispersión de la enfermedad en la capital, algunos sectores tildaron su decisión como apresurada y politiquera, mientras que desde otra esquina política se destacaba la determinación y carácter de la mandataria. Pocos nos imaginábamos la longitud de lo que suponían eran medidas temporales, así como tampoco figurábamos que un año después, luego de más de 2 millones de contagiados y más de 63 mil fallecidos, aún no seríamos capaces de asumir nuestra responsabilidad frente a la pandemia, estando cada vez más cerca de un nuevo confinamiento y sin una solución pronta a la vista.
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Es un déjà vu, pero no de este último año accidentado, sino de nuestra historia como país. Cualquiera que haya nacido en este paradigmático lugar conoce esa deshonrosa habilidad del colombiano para encontrar las excusas más inverosímiles. Toda una vida conviviendo en esta democracia mitómana me ha convencido de que no existe una cura mágica para ese mal endémico que es la malicia indígena. Una idiosincrasia típica de una un continente acostumbrado a la corrupción, la impunidad y la desigualdad. En medio de las tragedias que ocurren en una sociedad como la nuestra, nos damos el cuestionable lujo de habitar entre la diversidad y la desidia.
La semana en la que escribo esto es el tiempo de la semana santa, un tiempo que, según la tradición judeo cristiana, debería ser un momento para la reflexión, pero que paulatinamente se ha convertido en una ocasión para vacacionar y desconectar de nuestras obligaciones por un par de días. Y esto no es necesariamente algo negativo, más allá de la institucionalización de una celebración religiosa, todos somos beneficiados con este descanso. Pero el momento histórico nos exige algo distinto en esta oportunidad, una situación apremiante que demanda una actitud distinta de nuestra parte, limitar un poco nuestro deseo de esparcimiento anteponiendo la preocupación por el riesgo a la salud pública que significa el éxodo vacacional de esta temporada.
Claro, hay que entender que quienes viven de las actividades turísticas se han visto fuertemente afectados por las restricciones que trajo consigo la pandemia, es un sector – como casi todos los sectores económicos en la actualidad – que necesita del fin del aislamiento para respirar de nuevo con tranquilidad y recuperar los ingresos con los que subsistían los miles de trabajadores que dependen de él, no se les puede culpar por tratar de capitalizar nuestra indisciplina como si ellos fueran los causantes de ella.
Pero el gobierno y la opinión pública parecían haber dejado en claro el mensaje: prudencia, una virtud escaza en una ciudadanía que privilegia el ocio por sobre la obligación de proteger la vida, propia y ajena. Y sí es una obligación, tanto de las autoridades como de la sociedad civil propender por el bien de los demás, y negarnos a este hecho retrasa la admisión de responsabilidades, un compromiso al que le hemos sacado el cuerpo continuamente, escudándonos en la insignificancia de nuestros esfuerzos, infravalorando la importancia de detener esas pequeñas acciones que normalizan las injusticias, y que ayudan a los poderosos a justificarlas, y no ahora sino siempre.
Por ello creo que el ese refrán de “Quien no conoce la historia está condenado a repetirla” es un consuelo que nos libra de la carga de nuestra de responsabilidad histórica con lo que sucede en la realidad política de nuestros países, y aunque quienes la usan lo hacen para ejemplificar la importancia de conocer nuestro pasado, queda de manifiesto que a pesar de conocer las consecuencias de nuestros errores previos, no estamos dispuestos a corregirlos si estos van en detrimento de nuestros beneficios individuales.
Por: Juan Ramírez
Instagram: @sebasragut
Imagen: Semana
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