Un mundo convulso, trastornado y enfermo nos rodea, en medio de una apariencia de orden, una constante ceguera institucional producto de una enferma situación la cual pone al Estado y a la Nación en una posición vulnerable, y que por entero nos amenaza: La pérdida de la institucionalidad producto de la corrupción como eje motriz.
Muchos han sido los intentos por aplacar este mal que, de manera irreparable se ve multiplicado cada vez que se intenta acabar con lo que hoy en día ya es cotidiano: Ciudadanos rompen a voluntad las leyes establecidas a conveniencia, sólo para solicitar la aplicación de las que necesiten aplicar en su defensa, aun siendo posiblemente las mismas que día a día violan y desconocen por el simple hecho de no gustarles. Así como funcionarios públicos, que, adscritos al Estado para representarle y ejercer, tanto burocráticamente como en ejercicio de la Ley a la República, toman para si, o para otros, en perjuicio de los demás y del mismo Estado incluso, atribuciones, sumas, poderes que van más allá de su cargo y función.
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Es esta forma de corrupción la más escandalosa de todas, la que más ruido genera en las noticias, pues es capaz de matar comunidades por inanición, sistemas de salud precarios, falta de seguridad, etc.; pero que posiblemente es de las más difíciles de erradicar cuando las promesas de limpiar ese mal provienen de las mismas personas que, sin saberlo la población, practican descaradamente esa corrupción tan miserable, vergonzosa y abrumadora la cual, no es posible entender cómo castigar ese crimen con el régimen actual legislativo.
Bolívar en el año 1824, planteó una solución que hoy en día las organizaciones de derechos humanos harían imposible aplicar, un castigo único, meritorio de un crimen tan atroz como lo es la corrupción, pues, la pena de muerte es muy controversial, pero, yendo al texto y citando el decreto de pena de muerte, decretado desde el Palacio Dictatorial de Lima:
“(…) Artículo 1°-: Todo funcionario público, a quien se le convenciere en juicio sumario, de haber malversado o tomado para sí, de los fondos públicos de diez pesos arriba, queda sujeto a la pena capital. (…)”
Si bien, hoy en día pocos países lo emplean, sabemos que la pena de muerte por si misma no es una solución, si puede ser parte de un sistema de acciones encaminadas al saneamiento de la sociedad, y por consiguiente, del Estado; podemos mirar con recelo a Singapur, quien logró una estabilidad económica, un desarrollo social estupendo, y una solidez institucional inquebrantable.
Es menester implantar en la sociedad una directriz cultural que abogue por el castigo del criminal, para que se pueda en medio de tanto caos, organizar un sistema de justicia que pueda cumplir con el objetivo de contener, penar y erradicar toda amenaza que tenga por objetivo socavar las bases del Estado y/o la sociedad.
Por: Jean Carlos Guerra
Instagram: @jeanguerra.95
Imagen: El Mercurio
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