Una frase que ha sido empleada por algunos políticos en días pasados, y que seguramente empezará a adquirir cierta relevancia para los analistas, periodistas y opinadores variopintos que comenzarán una nueva peregrinación hacia ese concurso deplorable de popularidad al que llamamos democracia. Es un enunciado de advertencia, una invocación al espíritu de la incredulidad, un llamado a la duda proveniente de quienes se han erigido en conciencias no deseadas de nuestra vida pública. A pesar de que “Ojo con el veintidós” sigue siendo un intento desesperado de la derecha rancia por revertir la tendencia progresistas en América Latina, nunca está de más pensar que con nuestro voto, consciente o no, de oposición o no, informado o no, estaremos apoyando al nuevo camaleón político que nos enseñará la espalda con desdén luego de su triunfo en las urnas.
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Sin importar el año en el que nos encontremos, para el poder existen ciertas reglas tácitas, mandamientos que devienen de la responsabilidad de ejercerlo y mantenerlo. Una de ellas, y tal vez la más extendida, es la certeza de que la aspiración política y su subsiguiente campaña son un componente derivado de lo ideal (un concepto político, económico o moral), mientras que la materialización de lo convenido es un resultado de las limitaciones de lo real (el contexto y las condiciones del ambiente). Entonces, se asume ya con cierta naturalidad que ningún candidato será luego al momento de desempeñar su trabajo, una encarnación exacta de sus propuestas, lo que ha hecho de nuestro país un entorno donde la confianza en las instituciones y sus líderes flaquea con cada día que pasa.
A pesar de que la verdad política tiene un escaso valor en nuestra cotidianidad, cada cuatro años algún caudillo se las arregla para cautivarnos a través de su discurso, usando una retahíla añeja lo suficientemente modificada y con la dosis de pasión idónea para endulzar nuevamente los oídos de los sufragantes, y así permitirle una oportunidad en el poder. No importa cuantas veces nos mientan, cuando se encienden las tortuosas campañas, siempre habrá alguien capaz de seducirnos y atraernos al espectro de su vera, para convertirnos – aunque sea de manera temporal – en discípulos de su palabra y devotos de su visión singular del mundo.
Que Gustavo Petro será el próximo presidente de Colombia es a estas alturas un secreto a voces. A punta de ineptitud e indiferencia, la actual administración se ha encargado de señalarnos las ventajas de las proposiciones de la vereda de enfrente, y ahora que el prado del vecino se ve más verde, la opción sencilla es optar por dar el volantazo democrático hacia una idea política radicalmente opuesta, una que diste sobradamente de las maneras amañadas y enajenadas del uribismo, esto al menos en teoría.
En 2019, cuando Claudia López fue elegida como la primera alcaldesa de Bogotá, creímos que se avanzaba hacia ese ideal prometido del respeto a la diversidad, la garantía de los derechos fundamentales, y el ejercicio responsable y transparente de la política. Pues ahora en 2021 no solo hemos visto que López ha defraudado aquellas ilusiones, además ha obrado con una naturaleza como mínimo contraria a sus presuntos principios. La estigmatización de la población venezolana en el tema de seguridad de la ciudad, el desconocimiento de sus errores en el tratamiento de las manifestaciones sociales, y su cada vez más frecuente uso del antipático retrovisor para acusar a algún rival político como excusa principal de su ineficacia, son solo algunas de las muestras de lo que implica el ejercicio del poder en la realidad.
Cómo Claudia, muchos han querido vendernos la moto de la prosperidad y la movilidad social, comprometiéndose con una población hambrienta y desesperanzada a lo que ellos saben de antemano que no es posible en Colombia, como mercaderes inescrupulosos de la fe. Aún así, tenemos una responsabilidad, mínima pero responsabilidad al fin. La democracia nos permite intentar tener un futuro levemente distinto, nos proporciona la posibilidad de escoger algo mejor de cara a los próximos años, a votar por candidatos que estén dispuestos a tratar de hacer las cosas diferentes, pese a que casi con total seguridad estos terminarán fracasando.
Aquí la conclusión sería la resignación, a aceptar que sin distinción de banderas partidistas, quien quiera que sea que resulte elegido acabará siendo considerablemente peor de lo que imaginemos, para que ojalá nuestras preferencias y el odio por el bando opuestos no sean tan fuertes como para empecinarse en defender gestiones injustificables, y que la juventud progresista se conviertan en la patrocinadora de una nueva era de barbarie. Pese a que deseo de todo corazón tener que tragarme mis palabras, y que los hijos, hermanos, padres y madres del país dejen de ser la carne del cañón envejecido de nuestro sistema, tristemente creo que no tendré que hacerlo. Y mientras la democracia continúe siendo este sistema que nos garantiza que no seamos gobernados mejor de lo que nos merecemos, ojo con el veintidós y sus fanatismos.
Por: Juan Ramírez
Instagram: @sebasragut
Imagen: Valora Analitik
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