Álvaro Uribe se reunió con el padre Francisco de Roux, presidente de la Comisión de la Verdad, en lo que se suponía sería un acto que permitiría al expresidente contar su verdad sobre el conflicto colombiano y su participación en el mismo, esto mientras desempeñó su labor en el cargo de elección popular más importante del país. Un escenario previsto para ayudar a la reconciliación de los actores armados y la reparación de sus víctimas, terminó siendo instrumentalizado por el oportunismo político del gobernante más influyente de Colombia en el siglo XXI. De una manera enrevesada logró que la discusión sobre el proceso de paz gire nuevamente alrededor de su figura, esto sin necesidad de revelar ninguna de las verdades que los damnificados por la guerra más longeva del continente estaban esperando.
En un evento transmitido a través de las redes sociales de la Comisión de la Verdad, Uribe Vélez demostró porque ha logrado convertir su pesada sombra en uno de los factores determinantes de la discusión política en el país. Su modo inquisidor de pedir la palabra, un vocabulario elegido al detalle, una frialdad pasmosa en sus relatos y, sobre todo, la prolongación de su versión guerrerista de la nación, fueron algunos de los elementos protagonistas de las declaraciones improductivas del exmandatario y que supieron extenderse por algo más de 4 horas. Uribe es la representación viva de esa añeja necesidad infundada de un padre fuerte, incluso cruel, que actúa conforme a un código moral supuestamente inexpugnable, un líder paternal que se adapta a esta sociedad colombiana infantilizada.
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Durante el tiempo de su intervención no hubo ofrecimiento o solicitud sincera de perdón alguno, apenas y acertó a decir que algunas de sus declaraciones en el pasado lo condenaron frente al gran público debido a su malinterpretación, como si sus palabras no significaran lo dicho, como si la revictimización de los familiares y afectados fuera una mera cuestión de orgullo o ignorancia por no saber ver las reales intenciones de quien las dice.
Por demás la conversación estuvo llena de los razonamientos del ya conocido proyecto político Uribista: Justificar su accionar desproporcionado y las consecuencias derivadas de él por el bien de una causa mayor, todo siempre sin asumir responsabilidad directa o indirecta en los hechos de violencia perpetrados bajo su tutela. Por ejemplo, Uribe dijo que para él era muy difícil pensar que podrían existir falsos positivos, que en su gobierno no hubo nunca incentivos para matar personas inocentes y que fue traicionado por aquellos miembros de las fuerzas militares que usufructuaron vilmente su infinita buena fe, a la vez que mencionó tangencialmente a su entonces ministro de defensa, Juan Manuel Santos, como el verdadero culpable de aquella barbarie que se llevó por delante la vida de por lo menos 6.402 personas.
Todo terminó en lo mismo, una charla sin conclusiones nuevas, sin avances en una dirección distinta al acostumbrado pesimismo de la impunidad. Álvaro Uribe sigue promoviendo su estrafalaria paradoja, una en la que cuando le conviene le dice al pueblo, con profundo convencimiento, que fue el mejor estadista que ha parido esta patria y que sin él en nuestros destinos viviríamos en una distopía comunista como Venezuela. Sin embargo, cuando las evidencias irrefutables de su mal gobierno parecen salpicarlo, de repente se transforma en el ser más inepto, incapaz y negligente de la historia, y que fueron los demás, siempre los otros, quiénes abusaron de la confianza ciega que él depositó en sus colaboradores para cometer ilícitos.
Y mientras Uribe logra contentar a sus fervorosos seguidores frente a la insoportable temporada electoral venidera, el verdadero actor de buena fe en esta ocasión resulta ser el gran perdedor. El padre Francisco de Roux y su Comisión de la Verdad, que con el ánimo de reunir la mayor cantidad de voces a la construcción de ese intrincado relato sobre el conflicto armado, permitió la entrada de un personaje que les restó agencia, los deslegitimó, ultrajó y humilló de cara a la galería, celebrando su osadía, observando con desdén esa voluntad de cese al fuego, esa intención de cambio, una transformación que trunca sus intereses y los de sus socios, que esperan seguir repartiéndose los frutos de esta tierra abonada con los cuerpos de personas inocentes.
Uribe continuará la huida hacia adelante con su paradoja hasta donde la pasividad de la población se lo permita, hasta cuando el cansancio rebose la paciencia de los más estoicos. Ojalá que cuando los que le apoyan con su voto se den cuenta que han respaldado a un hombre mínimo y solapado que se escuda en falacias para excusarse de sus errores, no sea demasiado tarde, y que aun haya un país para reconstruir.
Por: Juan Ramírez
Instagram: @sebasragut
Imagen: Revista Semana
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