La expansión de los servicios de streaming ha traído consigo el ritmo caótico y frenético de las tendencias a las producciones audiovisuales. Esta cadencia desaforada por alimentar a una audiencia que cambia rápido su foco de atención, provoca que cada cierto tiempo alguna serie o película se transforme en un fenómeno mundial que se apaga tan fugazmente como inició. De vez en cuando, y por pura coincidencia del algoritmo, alguno de estos productos nos sorprende con una idea fresca, con diferentes niveles de profundidad y con un mensaje más bien común, pero con una ejecución que no muchos largometrajes poseen. El Juego del Calamar es una de esos agradables descubrimientos inesperados.
La serie de nueve capítulos logró convertirse en la más vista a nivel mundial en la historia de Netflix. Una inusitada hazaña si además se tiene en cuenta que es de origen coreano, una cultura de la que no acostumbramos a consumir ningún producto en particular, más allá de algunos imaginarios poco fundamentados. Lo realmente interesante del Juego del Calamar es la manera en que logra abordar temas transversales como la desigualdad, la justicia y la meritocracia, imprimiendo un toque crítico en su historia, a la vez que la hace entretenida y llena de suspenso, una tensión que logra estirar más allá de los tropos típicos del subgénero.
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A pesar de que el guion tiene abundantes elementos propios de la cultura coreana (empezando por el nombre la serie que es un juego típico de niños en ese país), este logra generar empatía con cualquier clase de público, haciendo que acompañemos a personajes fácilmente identificables, con roles clásicos característicos de casi cualquier relato, sin sentir que se cae en una repetición insoportable de relatos ya conocidos. La simpleza en la narrativa junto con los altísimos valores de producción a los que nos tiene acostumbrados la mayoría de la filmografía coreana, deberían ser un mensaje para todas aquellas series y películas que tienen pretensiones de reivindicación y que terminan por ser paternalistas o impregnadas con cierto halo moralista que aburre a los espectadores.
Por la innegable notoriedad que recibió la serie, su director, Hwang Dong-hyuk, ha dado ya múltiples entrevistas a diversos medios de comunicación. En todas ellas ha explicado que el guion es una historia trágica que surgió de una premisa básica: ¿Qué pasaría si volviéramos a jugar esos juegos de nuestra infancia? También ha expresado que empezó a escribir la historia en 2008 y no se había realizado porque no había mucha gente interesada en su relato, además mencionó que le parece algo triste que el mundo de hoy vea posible la idea de que el juego de la serie exista en el mundo real. También dijo que los personajes principales (Seong Gi-hun y Cho Sang-woo) son partes dividas de su carácter e historia personal mientras crecía en la ciudad de Ssangmun-dong.
Todo ello desmonta muchas de las teorías que se han entretejido en diversos foros y video reacciones a los capítulos del Juego del Calamar. Aunque hay que reconocer que la historia cuenta con elementos simbólicos que le dotan de unos significados particulares que, leídos en el contexto de desigualdad e injusticia, reinantes en gran parte del mundo, permiten deducir mucho del espíritu de nuestras sociedades contemporáneas y parte de sus problemáticas estructurales.
Y es que la producción parece una crítica al capitalismo y a su concepto manido de meritocracia. Una invitación a participar de un juego con altísimas probabilidades de fracaso, donde existe una competencia brutal por la posición que tu deseas ocupar, mientras te prometen que siguiendo las normas (aparentemente justas) conservas la esperanza de ser el afortunado ganador, es una conveniente comparación con el sistema económico que rige a la mayoría de naciones y que parece condenar a quienes se niegan a ejecutarlo, tal y como los protagonistas de esta historia, que optan por hacer parte de él porque su única otra opción es resignarse a tener vidas en dolor y angustia constantes.
También se puede hablar del uso de los juegos infantiles como representación de la volatilidad de las dinámicas y la arbitrariedad de las reglas con las que funciona la economía, una ciencia tan indescifrable como impredecible, que deja al azar los destinos de quienes se mueven en ella. O que decir de la presencia de los invitados VIP como esa ejemplificación de la construcción de la sociedad del espectáculo en torno a ceremonias que enaltecen la violencia, el enfrentamiento y la explotación de la miseria endémica de las clases desfavorecidas. Los elementos abundan, las deducciones pueden multiplicarse hasta el infinito y es ahí donde radica el poder de esta serie, en la universalidad con la que es contada.
En los tiempos en los que he cedido mi voluntad al esnobismo, he podido consumir películas y series de diferentes regiones del mundo, y he de admitir que el hecho de que una producción coreana sea tendencia en países de habla hispana en lugar de una de las insípidas producciones españolas o norteamericanas me hace bastante feliz. Y espero que quienes tienen los medios dentro de la industria audiovisual tomen nota, no siempre la solemnidad de un tema es una razón valida para olvidar que el cine es una forma más del entretenimiento, no siempre debe primar el carácter aleccionador por encima del esparcimiento, si hacemos del enseñar un acto protocolario, el mensaje no ha de llegar muy lejos, tal y como lo demuestran las cifras de asistencias de producciones colombianas. Entretener, contar y controvertir no deben ser conceptos irreconciliables de nuestra filmografía.
Por: Juan Ramírez
Instagram: @sebasragut
Imagen: GQ
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