El día 06 de marzo se dio a conocer el nombre la existencia del primer caso del temido coronavirus en Colombia, y como de costumbre, con todo lo que ocurre en estas tierras, ya tiene una explicación, patrocinadores, curas milagrosas, memes y conspiraciones. Como es costumbre, hacemos de un asunto de interés público un espectáculo lamentable en el que dejamos expuestos los peores vicios de los colombianos.
Desde que se conoció la presencia del covid-19 en territorio nacional han ocurrido varias cosas que aunque interesantes no son del todo extrañas. La primera de todas ellas, la divulgación del mensaje. Por montones de cientos y de miles se vio multiplicada la noticia. Repetida, compartida, desarmada y rearmada. A través del uso de herramientas para el análisis de métricas podemos destacar que apenas en twitter (con 6 millones de usuarios en Colombia, ni cerca de los 15 millones de usuarios que tiene Facebook en el país) desde el día de la noticia de la confirmación del primer caso se han generado cerca de 41 millones de impresiones, la mayoría de ellas correspondientes no a la redacción de tuits nuevos, sino al contenido compartido por los usuarios desde otras cuentas. La era digital ha facilitado la dispersión del mensaje, pero ha magnificado sus efectos negativos.
Un escalón más debajo de los miles de mensajes de divulgación, preocupación y temor por la llegada del virus, existe una facción que cree el brote de la enfermedad es descubierto y puesto en conocimiento público justo para coincidir con las reveladoras investigaciones de Gonzalo Guillén en las que se evidencia la entrada de dineros de Ñeñe Hernández, un ganadero y paramilitar colombiano, en la campaña del ahora presidente Iván Duque. Aunque está tendencia apenas ha tenido 118 mil impresiones, millones menos que el tema del coronavirus, las menciones de Twitter sobre una supuesta Cortina de humo ha retumbado en mucho de los usuarios, lo que nos permite darnos una idea de cómo funciona el estado de opinión, a punta de rumores, cuentos y misticismos aplicables a la vida íntima de las personas o los asuntos de interés más delicados del país. Colombia, en medio de su diversidad, es un lugar propenso a los contrastes, a los extremos. No conocemos puntos medios. Pasamos de sobredimensionar una enfermedad que apenas si tiene más víctimas mortales que la gripe común, a banalizarla a través de las mismas redes sociales encargadas de predecir el apocalipsis que terminaría con los tiempos modernos. Otra arista más de esa tan conocida malicia indígena que nos ha caracterizado siempre, eses afán de saber más que los demás, de tener la razón a como dé lugar y de imponer nuestros intereses y propios dolores por encima de todos los dolores.
Y aunque esta conducta de la ridiculización está lejos de configurarse en lo que es el ala más peligrosa de las redes sociales, hace parte de la creación de ese nuevo discurso paralelo que ha venido tomando forma en los micro universos de nuestros teléfonos celulares donde seguramente lo más preocupante dentro de esos millones de reacciones e interacciones es el balance de los medios de comunicación tradicionales que van perdiendo cada día más terreno en el monopolio de la información. Ya no es más un secreto a voces, es más bien, la conversación con más ruido que poco a poco apaga la voz del oficio del periodismo como lo conocemos, o lo conocíamos, como lo intentan enseñar en la academia. Y es que las redes sociales se han vuelto un escenario ineludible dentro de cualquier discusión: Si James va o no a la selección Colombia, o que si entraron o no dineros ilegales a las campañas presidenciales, todo se juzga ahí, en 240 caracteres, en post, hashtags y tendencias, y ahí, por pura necesidad, los medios han perdido la batalla.
Estamos ahora en la convergencia de varias generaciones. Por un lado, los más antiguos, que se mueven lentamente hacia lo digital, que cada vez se suman más a la tendencia de las redes sociales y empiezan a participar en las dinámicas de los likes, los compartidos y la inmediatez de la noticia a pesar de su resistencia se ven abocados a existir en este mundo del ruido para seguir comunicándose con él. En medio, los millennials, que hemos vivido la transición de lo analógico, la transformación de las narrativas de los espacios sociales, las redes como el lugar de las interacciones con nuestros seres cercanos y el progresivo avance de la cada vez más difusa línea de lo políticamente correcto. Y ahora, la juventud reciente, los centennials los nativos digitales que han crecido en medio de la tecnología como su segunda naturaleza comunicativa, caracterizados ciudadanos del mundo que utilizan lo digital como primer método de expresión. Esta convergencia entre las generaciones y los usos de la tecnología coinciden con la misma intensidad en un punto, su total desconfianza por los medios de comunicación.
La situación es preocupante, la crisis en los medios ocurre a todos los niveles (económico, fidelidad y calidad) lo que termina por afectar los contenidos y la manera en que son generados. Las dinámicas de producción de un noticiero y la evaluación de lo que es relevante dentro de la actualidad han terminado por hundir la credibilidad de las que eran antaño las únicas fuentes de información de los ciudadanos que cada vez exigen más de estos espacios, un panorama desalentador si también incluimos que desde las salas de redacción del país no se están planteando las preguntas correctas. Y es que hay sectores en que del periodismo que siguen operando como ese brazo ideológico al servicio del poder de turno, sirviendo y sirviéndose de los colores que le toquen para sobrevivir, pero desde otro lado, en el afán de conservar los patrocinadores dan cabida a la banalidad sin matices, a las noticias superfluas, al like, de jóvenes y viejos, dando pasos hacia la delegación del periodismo como un comentador de la actualidad de las redes.
El caso del coronavirus nos lo ha dejado todo mucho más claro. Con su llegada empezaron a aparecer los ríos de noticias falsas con orígenes imposibles de rastrear, las apuestas sobre lo próximo que hará el intrépido y comiquisimo Juan Diego Alvira en uno de esos reportajes surrealistas que le sirven a la división digital de los canales para hacer la cuota visitas mientras la audiencia se sigue ratificando en su decisión de ver conspiraciones y tramas donde no las hay, por cuenta de ese periodismo acrítico que hace malabares al aire para vivir en medio de tanta cortina de humo.
*Las únicas cortinas de humo que hay por ahora son las de la contaminación en Bogotá, que deja más muertos y personas enfermas al año que el coronavirus.
Por: Juan Ramírez
Instagram: @sebasragut
Imagen: La Opínion
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