Casi todos nosotros estamos en un grupo de WhatsApp conformado por los miembros de la familia. Normalmente soy reacio a compartir cualquier tipo de momento con familiares, no con mis papás o mis hermanos, con ellos todo es normal, sino con esa segunda línea: mis primos, primas, tíos, tías y demás. Con ellos me reservo más quien soy porque me genera ansiedad pensar en que piensan ellos de mí. También porque tengo la costumbre de subestimar a las personas, para bien y para mal. Nunca he mantenido contacto estrecho con ellos, sé quiénes son apenas por oídas, por las historias viejas paternas y maternas. Tampoco me gusta compartir mi número telefónico, esto para anular de entrada la posibilidad de que se me pida ayuda o razón sobre cualquier cosa. Pero a causa de esa tragedia que es la muerte de la abuela, la madre de todos los lazos, y en medio de la unión temporal del luto, compartí esa información con ellos, todos ellos, para hacer parte de uno de esos grupos de WhatAapp de los que nunca había hecho parte.
En él se compartía información general sobre aquellos trámites que le suelen seguir a la muerte de un ser querido. Organizar sus cosas, definir los horarios de las misas en su nombre y reuniones donde solo caben los más afectados por la partida del difunto, y en las que se discute en círculos, asfixiante y extendidamente sobre el futuro cercano. Pero siempre ha habido lugar y tiempo para compartir eso que cada día son las nuevas formalidades: mensajes genéricos que auguran un buen día, imágenes esotéricas multicolores con deseos de prosperidad y bendición. Algunos otros, los más intrépidos, envían memes, de toda clase, fotos, audios y videos que comúnmente ignoro.
Ahora, visto lo visto y dada la situación a la que nos enfrentamos en contra de nuestra voluntad, me he fijado más en lo que allí se comparte. Desde que empezó el pánico generalizado por el coronavirus me ha interesado en ver el tipo de información que hay en el grupo. Algunas afirmaciones apocalípticas multiplicadas por el simple desconocimiento, comunicaciones oficiales y no oficiales de diferentes políticos, y una que otra explicación de científicos hechizos. Pero todo ese material coincide en un punto: la variedad. No hay una imagen que sea igual a la anterior, no hay noticia repetida, no hay video ya visto o audio ya escuchado, y entonces me surge una duda ¿De dónde?
Aunque la duda no es una sola, sino un montoncito de preguntas que se suceden entre sí. ¿Dónde consiguen las imágenes? ¿Por qué las comparten? ¿Cuándo las consiguen? ¿De dónde sale el tiempo para hacerlas? ¿Y para leerlas? ¿Y para compartirlas?
Hace unos días, con el inicio del simulacro de cuarentena, uno de mis tíos envío un audio. Por un momento me pareció ver que era de una longitud que en mi generación consideramos raya con lo absurdo, unos nueve minutos. Al suponer su duración y tras no contemplarlo demasiado decidí hacer caso omiso de su contenido, suponiendo que no me perdería de mayor cosa, siempre con la soberbia de que sobra la opinión de los demás. Y es que ¿Quién carajos tiene tiempo de escuchar semejante retahíla? ¿Cómo voy a invertir (o de plano desperdiciar) así mí tiempo, mi preciado tiempo? Al día siguiente, en la tranquilidad y sosiego de estos días lentos, lo contemple de nuevo. Estaba ahí mirando al techo, cansado de los videos y la música de siempre, pensando en lo que tengo que hacer sin hacerlo, en lo que quiero decir y no dije. No era gastar el tiempo, porque gasto implica uso y mi tiempo no se da ese lujo.
En días como estos, de cielos extraños que no siempre tenemos la oportunidad de vivir, es cuando sufrimos el tiempo. Ahora entiendo de dónde sale, de las esperas, de los afanes, de las carreras, de la prisa de llegar. Nos procuramos rutinas llenas de asuntos por cumplir para sentir que nuestro tiempo es valioso. Nos armamos recorridos con metas que no tienen horizonte para sentir que caminamos hacia algún lugar. Andamos sin tiempo para nada ni nadie que no seamos nosotros mismos. Hoy hay un parón obligatorio, uno que nunca había vivido, uno en el que vuelvo a tener tiempo, y no lo quiero, me sobra. A veces me estorba el tiempo que no uso, siempre quiero estar haciendo algo, para no pensar, para no quedarme, para siempre irme, para no estar aquí o en un tiempo pasado, o en un tiempo que no será nunca.
Lo vuelvo a pensar, de ahí sale el tiempo para conseguir esas imágenes, para hacerlas, para leerlas, para compartirlas, de ese rincón en el tiempo y espacio de nuestras rutinas donde procuramos a los demás. De ahí viene el amor, de tener tiempo donde creíamos no tenerlo, de sufrirlo cuando pasa lento y de disfrutarlo cuando pasa a toda prisa. Hoy que de nuevo tengo tiempo que no quiero para poder pensar, quisiera pensar menos, y pedir disculpas por nunca tener tiempo. Perdón, por perder el tiempo, por no perderlo con quienes debería, con los que quiero, con los que podría querer, aunque nunca les dé el tiempo. Siempre hay tiempo para volver y caminar.
Por: Juan Ramírez
Instagram: @sebasragut
Imagen: Archivo Particular
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