Desde el pasado 23 de marzo se declaró el aislamiento obligatorio en Colombia. Una confirmación de lo que ya esperábamos podía suceder teniendo como antecedente inmediato la situación vivida en otros países. 19 días, al menos en principio, en los que los ciudadanos debemos permanecer en el hogar como la única estrategia efectiva conocida para frenar el avance del coronavirus. Una situación insólita, un parón obligatorio a la carrera sin tregua de la cotidianidad. Una ocasión en la que, queriendo o no, debemos detenernos y pensar. Pensar en nosotros, en los demás. Una sola oportunidad para todos.
El avance de la tecnología, aunado al cambio de paradigma en las interacciones sociales y el desarrollo económico nos ha llevado a vivir a un mayor ritmo. Salir del colegio, escoger una carrera que te guste, aprender del oficio, continuar especializándose, trabajar, viajar y tener éxito, y entremedias de todo esto, vivir. No hay tiempo para detenerse, podemos dudar y equivocarnos, levantarnos o insistir en caer constantemente, sentirnos frustrados por lo que no logramos alcanzar o alegrarnos al mirar hacia atrás cuando hemos llegado lejos, todo siempre en movimiento. Hacia abajo, hacia arriba, hacia los peligrosos extremos o saliendo al utópico adelante, pero siempre andando a algún lugar. Corriendo, caminando o dando saltos inescrupulosos, la idea sigue siendo no detenernos, porque el que se detiene pierde tiempo, es menos productivo, deja que se le vaya la vida y se aleja de los que se mueven. Todos nos movemos, con otros y para otros, con motivaciones propias o prestadas, pero ninguno tiene la oportunidad de sentarse, de rechazar el movimiento.
Algunos creen que detenerse es conocer otros lugares, pero no es así. Nos desplazamos físicamente, ubicamos la mente en otro lugar y le cambiamos los recuerdos dejando atrás las memorias más borrosas, avanzando. Caminamos, trotamos y nos sorprendemos de encontrar la belleza que ansiábamos ver. Queremos devorarnos los lugares, visitando tanto como sea posible, llenarnos las dos manos, siempre con el deseo de volver, de seguir viajando, de no parar. Pero detenerse tiene más que ver con la inacción total que con el descanso. Parece obvio, pero en un mundo que le otorga mínimas concesiones al tiempo, la inacción tiene aún más valor que el reposo. El descansar hace parte del portafolio de ofertas del movimiento: las vacaciones, los masajes, los días compensatorios, todos pensados para dar aire, una bocanada de aliento para llegar, para seguir corriendo.
Pero la situación actual es una oportunidad, tal vez la única, tal vez la última, para evitar la presión social del movimiento. Puede ser una ocasión para no mirar orgullosos hacia atrás o con ansias hacia el frente, y en su lugar mirar hacia arriba y contemplar el cielo, ese que siempre es el mismo y que damos siempre por hecho, el que no determinamos por estar viajando, corriendo, jugando o viviendo. Recostarnos a ver las nubes, o nuestro techo, nuestra habitación, lo que ya conocemos hasta el último rincón y de memoria, sirve para encontrarnos con ello de nuevo. Nos hace falta coincidir más con las certezas que con lo desconocido, nos hace falta darle lugar a lo que damos por contado o como cierto. En la normalidad tenemos tiempo para buscar las respuestas, en la quietud para hacernos más preguntas.
Detenernos también funciona para ver con más detalle el movimiento ajeno. Nuestro gobierno, el que criticamos y aborrecemos pero que le exigimos dignidad y respeto, ese oficio siempre ingrato de mal gobernar con egoísmo, tiene hoy una oportunidad, un balón rebotando en la puerta del área y un presidente que anhela patear a gol. Las cifras son frías y se pueden interpretar de muchas maneras, una de ellas, nuestra predilecta, es con temor. Miles de muertos y cientos de miles más contagiados son música para estos oídos necios que especulan con las posibilidades que no entienden o dimensionan. Hoy nuestro presidente, sí nuestro, y algunos otros dirigentes se pueden anotar en los libros de historia y todo depende de una labor más o menos sencilla, saber sortear la crisis más grande del nuevo milenio. Los Alcaldes y gobiernos locales de nuestros pueblos se dedican tiempo completo a demostrarnos su consabida incapacidad, pues no han hecho más que lo que les dicen quienes sí detentan el poder y actúan como repetidores de las ideas de gentes más capaces. Mientras que por otro lado, despuntan los llamados a delfines, en una tarea titánica, intentar detener el movimiento, ese que prometieron que abundaría si les concedíamos el favor de nuestra confianza en unas habilidades no tan fáciles de comprobar. Hoy, a contra natura política, nos piden que nos detengamos, piden nuestra ayuda una vez más pero con más urgencia que antes, esta vez se están jugando su entrada en la historia, y nosotros tenemos la oportunidad de ayudar sin no hacer nada, ambas caras de una misma moneda con la que parece que ganamos todos ¿Ganamos?.
Por: Juan Ramírez
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