“Durante casi 20 años empleó la política del resentimiento cultivando a los rencorosos, los resentidos, los paranoicos. Se valió de los peores instintos del estadounidense en su ascenso al poder”, afirmó el periodista y escritor Pete Hamill, célebre columnista y editor del New York Post, sobre Richard Nixon.
Corrían los turbulentos meses de 1968 en que el candidato republicano se encaminaba a ganar las elecciones presidenciales, marcados por la tensión racial, las protestas contra la guerra de Vietnam y los asesinatos de Martin Luther King, en abril de ese año, y de Robert Kennedy, en junio.
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Esa “retórica ponzoñosa e irresponsable” que Hamill denunciaba más de 50 años atrás en Estados Unidos se ha amplificado hoy a lo largo del globo al punto de haberse convertido en una de las principales armas de políticos con vocación dictatorial que, una vez llegados al poder, buscan quebrar los presupuestos de la democracia republicana desde adentro para imponer su voluntad por encima de la ley. En muchos casos, también, para no soltar el bastón de mando y quebrar la alternancia democrática.
La política del resentimiento, como la llamó Hamill, se convirtió en un mal de época que ha deteriorado incluso la salud de democracias con una larga tradición republicana. En diferente grado, pero siempre con consecuencias nefastas para sus sociedades, la han aplicado líderes como Donald Trump en los Estados Unidos, Hugo Chávez en Venezuela, Victor Orban en Hungría, Recep Erdogan en Turquía y Vladimir Putin en Rusia. También, aunque en otra escala, Boris Johnson en Gran Bretaña y Matteo Salvini en Italia.
Con independencia de su ideología, el denominador común de todos ellos es un discurso que busca dividir a la sociedad estimulando el odio hacia el otro, identificado como el causante de los males que estos líderes providenciales vendrían a reparar. Al infierno de los otros, el político populista le opone un paraíso que advendría cuando, con ayuda de las masas, los enemigos del pueblo sean derrotados. Todo a través de una retórica redentorista que destila resentimiento de frustraciones sociales previas y procura nublar la razón en beneficio de emociones que enceguecen. Podemos encontrar esta dinámica perversa en los peores horrores que la humanidad padeció durante el siglo pasado.
Para salir de este círculo vicioso que anula la posibilidad de convivencia democrática y alimenta la violencia en todas sus formas, quizá sea preciso interrogar al fantasma que hoy, por obra de los brujos, ha vuelto a vivir entre nosotros. ¿De qué está hecho el resentimiento que contamina al país?
La política del resentimiento se apoya además en dos fenómenos globales actuales. El primero de ellos es la brecha entre los que más y los que menos tienen, que se registra tanto en los países ricos como en los pobres. El mundo parece haberse resignado a estas desigualdades que horadan los lazos sociales y hasta el contrato que subyace a la democracia. El politólogo francés Pierre Rosanvallon afirma que las revoluciones norteamericana y francesa no habían separado la democracia como régimen de la soberanía del pueblo, de la democracia como forma de una sociedad de iguales. Esta deuda pendiente alienta un resentimiento que el populismo capitaliza para darle fuerza a su proyecto destructivo.
Por otro lado, hoy las redes sociales aportan a los autócratas un instrumento para hablarle al oído a sus fieles y manipular sus emociones. Siempre han existido relatos redentoristas que promueven el odio, pero hoy gozan de una penetración sin precedente gracias a las redes sociales, donde además se crean tribus que viven encapsuladas y se alimentan exclusivamente de aquello que confirma su credo.
Lo peligroso de cultivar el resentimiento desde el poder es que permea en toda la sociedad y nadie está exento de esa emoción tóxica que contamina la vida de relación. Sin duda, la figura de Cristina Kirchner despierta animosidad en amplios sectores de la sociedad. Sus palabras, sus actos, provocan reacciones viscerales. Ese rechazo también obedece en buena medida a una frustración motivada asimismo por una deuda institucional: la falta de justicia. La impunidad, la desigualdad ante la ley, genera impotencia y bronca.
Siempre habrá líderes que alienten la división y el odio. Se aprovecharán, como hasta ahora, del campo fértil que les ofrecen injusticias derivadas de instituciones ineficaces o corruptas que no cumplen con su cometido. Es de esperar que el país recupere un equilibrio perdido donde la palabra no sea arma de guerra sino el medio para construir consensos desde las diferencias. El camino es el saneamiento de la vida institucional; la paciente construcción de una democracia que, como espacio común, sea capaz de garantizar tanto la igualdad de oportunidades para acortar la brecha social como de juzgar a aquellos que delinquen. Sin justicia, las heridas y los odios no se cierran y se prolongan en un sordo resentimiento. Hasta que algún inescrupuloso los aviva en provecho propio.
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Por: Jean Carlos Guerra
Instagram: @jeanguerra.95
Imagen: Transparencia Venezuela
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