Hace siglo y medio Rimbaud volvía a casa obligado con su pierna gangrenada. Partió a los 19 años rumbo a África, queriendo alcanzar la plenitud de todas las cosas. Como un barco a la deriva el joven francés navegó de puerto en puerto y recorrió las rutas más salvajes para regresar a morir a sus 37 años, con miembros de hierro, la piel ensombrecida y la mirada furiosa como él mismo lo había predicho, ante la mirada compasiva de su hermana Isabelle.
Peregrinó en los desiertos africanos. Como los eremitas, caminó bajo el sol recalcitrante muerto de cansancio, sed y hambre. Encontró al igual que Saint Exupéry en el Sahara, la redención en los ojos de un beduino.
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Al sentirme derrotado por el caos de la gran ciudad, repaso el Eclesiastés 12:7 “Tu cuerpo vino de la tierra, y cuando mueras, regresará a la tierra”. Me doy cuenta que no tengo, no tenemos más alternativa que regresar, tal como lo hizo Rimbaud, a las raíces de la vida, al encuentro con la tierra, el mar o una criatura amiga. Recuerdo a Artaud quien, huyendo de la decadencia intelectual y espiritual de Europa, se internó durante nueve meses en la selva mexicana junto a la tribu de los Tarahumaras.
Artaud y Rimbaud buscaban otra idea del hombre. Hoy que estamos a las puertas del fin de la civilización occidental y del mundo como lo conocemos, creo firmemente que es momento de volver al fundamento de la vida. Aprender a cosechar, no sólo la tierra, sino también el amor, el espíritu. Debemos acercarnos nuevamente al otro, practicar el Buen Vivir como las comunidades campesinas e indígenas de la Colombia profunda.
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Por: Mike Saportas Peláez
Instagram: @mikesaportas
Imagen: Wikipedia
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