El reciente ataque ocurrido en el barrio Modelia, al occidente de Bogotá, en el que un joven de 21 años apuñaló sin razón aparente a dos mujeres —dejando una fallecida y otra herida— no solo enluta a dos familias, sino que también expone con brutal claridad el deterioro social que enfrentamos.
La violencia se nos ha vuelto cotidiana, impredecible y, en muchos casos, gratuita. Estamos hablando de un ataque aleatorio, sin móviles identificables, salvo la sospecha de que el agresor estaba bajo el efecto de sustancias alucinógenas. ¿Cómo llegamos a este punto? ¿En qué momento como sociedad normalizamos convivir con esta clase de hechos?
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Los testimonios son aterradores. Una mujer de 43 años recibió una puñalada por la espalda. La otra víctima, una adulta mayor de 72 años, murió por una herida en el pecho, todo esto en plena vía pública. No se trató de un robo, ni de un crimen pasional, ni de un ajuste de cuentas. Simplemente, un joven armado con un cuchillo salió a atacar a quienes se encontró en el camino. Y aunque la comunidad logró detenerlo, la pregunta sigue abierta: ¿por qué tuvo que ocurrir?
Según versiones entregadas por la Policía Metropolitana, se presume que el joven estaba bajo el efecto de drogas. Las imágenes captadas por las cámaras de seguridad muestran a un hombre de contextura delgada y sin camiseta, caminando por el barrio minutos antes del ataque, aparentemente sin rumbo fijo. Esa imagen se ha repetido en otros contextos: personas que, dominadas por alguna adicción o por trastornos mentales sin tratamiento, terminan convirtiéndose en amenazas para quienes los rodean. ¿Estamos preparados como ciudad para enfrentar esa realidad?
No se trata únicamente de reforzar la presencia policial o de pedir más cámaras de seguridad. Esto va mucho más allá. La raíz del problema está en la ausencia de políticas públicas sólidas que atiendan la salud mental, la drogadicción y la exclusión social. Muchos jóvenes están creciendo sin un entorno familiar estable, sin oportunidades reales, sin educación emocional, y con fácil acceso a drogas cada vez más potentes y destructivas. En ese terreno fértil, la violencia germina sin freno.
Pero no basta con señalar al Estado. Como ciudadanos también cargamos una responsabilidad. Nos hemos vuelto indiferentes. Leemos noticias como esta, nos indignamos por unos minutos, compartimos un par de videos o comentarios en redes sociales y seguimos con nuestras vidas. El dolor ajeno se volvió efímero. La empatía está en crisis.
Y mientras tanto, las víctimas quedan en el olvido. Hoy es esta abuela, mañana puede ser cualquiera de nosotros. Por eso, más que exigir justicia (que por supuesto es necesaria), debemos exigir conciencia colectiva. No podemos seguir viendo estas tragedias como eventos aislados, como simples noticias de un noticiero más. Cada hecho de violencia es un síntoma de una enfermedad social que seguimos sin diagnosticar ni tratar adecuadamente.
Hay que actuar desde todos los frentes: más inversión en salud mental, programas de rehabilitación de drogas verdaderamente eficaces, educación en valores desde la infancia, y, sobre todo, una reconstrucción del tejido social. Que las familias vuelvan a ser refugio, que las calles no sean sinónimo de miedo, que el Estado no sea un espectador, y que nosotros, como sociedad, dejemos de mirar para otro lado.
Este crimen, absurdo y doloroso, debe dolernos a todos. No podemos permitir que la violencia sin sentido se vuelva paisaje. El momento de reaccionar era ayer. Pero si no lo hicimos entonces, hagámoslo hoy. Porque mañana podría ser demasiado tarde.
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Por: Daniel Felipe Carrillo
Instagram: @felipecarrilloh1
Imagen: El Tiempo
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