En el partido entre el Barcelona y el Celta de Vigo que terminó en empate 2 a 2, se evidenció lo que es un secreto a voces desde hace algún tiempo, Messi, uno de los mejores jugadores, si no el mejor de la historia de este deporte tiene gran poder e influencia al interior del camerino de su equipo, incluso dentro de las mismas directivas. Esto es un síntoma del rumbo que ha tomado el fútbol moderno, el culto de las figuras, la alabanza estadística y la danza de los millones que parecen condenar el antiguo espíritu de balompié a perecer bajo la asfixia de una modernidad unificadora de la pobreza del juego.
Desde la aparición del internet y la masificación de las compilaciones de habilidades de jugadores se ha hecho rodar la nueva narrativa del deporte rey, una historia contada desde la orilla de los ultra famosos. No es que antes haya sido así, pero ahora con los flujos de dinero involucrados y la creación del paradigma del futbolista supermodelo. Desde siempre el fútbol ha sido uno carrera aspiracional, por la historia que representan, una persona humilde que a punta de talento y sacrificio logró la riqueza que siempre quisieron, y en la mayor parte de los aficionados latinoamericanos continua siendo así. El espíritu del fuego sagrado, la garra charrúa y el jogo bonito, todos valores que han hecho grande el deporte en esta esquina del mundo.
El problema deviene en la nueva generación de hinchas y futbolistas criados bajo la estricta vigilancia de las redes sociales, un seguimiento exhaustivo y sin escrúpulos que ha provocado el traslado del liderazgo de la cancha a los vestuarios. Anteriormente los sucesos extra deportivos que solían ser anécdotas para contar años después del retiro, ahora son las protagonistas de los principales diarios deportivos en el mundo, todo impulsado por esa ambigüedad de la idolatría a las figuras que nos roban la pasión del pecho. No hay nada malo en principio con que los hinchas defiendan a sus ídolos, a todos esos que representan el escudo y dejan hasta la última gota del alma embadurnada en el grama, el problema es cuando nos volvemos fanáticos de un solo tipo de los once que juegan, cuando un proyecto deportivo gira exclusivamente de una sola figura, porque se le entregan las llaves del sentimiento para que hagan lo que quieran con los colores que representan.
Casos hay muchos, Neymar en el PSG, que tiene por contrato prohibido a sus compañeros que le realicen entradas en el entrenamiento, Cristiano Ronaldo que se enoja si llega a ser sustituido en un partido, y Messi, que parece dirige con mano negra las antipatías en el vestuario culé.
El fútbol, y el deporte en general, es un reflejo de las acciones de nuestra sociedad, a la vez que funge de escenario de las pasiones con las que se construye el imaginario de cualquier lugar. Y al igual que en la historia no existe ningún hombre por encima de las instituciones, no debería existir tampoco ningún hombre superior al club donde milita. Que los jugadores actúen de mejor o peor manera en un determinado momento para dejar claro que no quieren a su entrenador está dentro de lo normal, pues en medio de las dinámicas del deporte los roces son inevitables e incluso necesarios para sacar a un equipo de la racha negativa en la que se encuentra. Pero hay un límite que debería establecerse. Desde la salida del ponderado Pep Guardiola de aquel fantástico Barcelona del sextete, los demás entrenadores han tenido que lidiar con un camerino hostil y que no está dispuesto a acomodarse a lo que un nuevo alineador quiera lograr con ellos.
Cuando el río suena, sabemos que puede haber algo. Desde hace tiempo se rumora que a la selección argentina no va nadie que no esté dentro del incomprobable “club de amigos” de Messi. Esto podría parecer capricho de la prensa sensacionalista del país gaucho, pero las reiteraciones con todos los entrenadores que han pasado no solo en con la albiceleste sino también con el Barcelona deberían despejar las dudas sobre la realidad que viven quienes habitan el entorno del diez argentino. Martino, Henrique, Vilanova, Valverde, y ahora Setién. Con todos ha existido el susurro de que la pulga les baja el pulgar en cuanto puede, pero ya no es un simple rumor, lo vemos en la cancha, con el desplante a un miembro cuerpo técnico del club que le paga su salario, ignorando que ambos son sus empleados. Messi es el amo y señor de los blaugrana, intocable, infranqueable, leyenda, y que puede llegarle a hacer tanto mal como bien le ha hecho.
Messi ya no es más el joven canterano revelación de La Masía, recientemente cumplió 33 años y empieza a andar los últimos pasos de su exitosa carrera. Mucho se le ha reclamado por su falta de liderazgo en momentos decisivos, se la ha acusado de no tener carácter y no tener la determinación de Maradona, que ha sido pesada sombra en su historial con la selección albiceleste. Y ahora parece confundir liderazgo con egocentrismo, y tal como lo hace en la cancha dejando atrás a los rivales, espera ahora gambetear las directivas del club e imponer su voluntad en el equipo, cuando debería empezar a mirar hacia el futuro y animar a los chicos de la escuadra como Ansu Fati, Ricky Puig, Carles Aleña, Frankie De Jong o a Ousmane Dembelé, pero en lugar de eso prefiere rodearse las viejas bases del equipo: Rakitic, Suárez, Pique, todos por encima de los 30, y que no piensan en la transición generacional que necesita su equipo, perpetuando esos males que creíamos exclusivos de la política, una visión egoísta que reina sobre la posibilidad de construir un proyecto deportivo a futro. Messi no durará para siempre, no hay figura que lo haga, que le esperará al Barcelona cuando él se haya ido, espero los aficionados culés y las directivas no tengan que arrepentirse de inflar tanto el ego de una figura que puede terminar siendo muy cara.
Por: Juan Ramírez
Instagram: @sebasragut
Imagen: Diario Marca
*Las opiniones expresadas no representan la posición editorial de Zona Captiva. Es responsabilidad exclusivamente del autor.