Las elecciones en Colombia son un juego de quién es el peor. La política es dinámica y sus campañas son nefastas. La manera de hacer política en nuestro país es un mal recurrente al que nos hemos acostumbrado a fuerza de repetición. Las últimas noticias de alianzas improbables y el nacimiento de nuevos enemigos invisibles nos confirman que el telón empieza a levantarse para dar inicio al lamentable concurso populista en el que ha desembocado nuestra maltratada democracia.
En la guerra y el amor todo se vale. Así lo entienden los candidatos y se lo hacen saber a su electorado. Es de esa manera que un personaje como Armando Benedetti llega para reforzar al creciente bando de la Colombia Humana de Gustavo Petro. Dos discursos que están en las antípodas, y que ahora se juntan para hacer frente a los candidatos del gobierno en los próximos comicios. Atrás quedarán los acuerdos programáticos y las cercanías ideológicas cuando el objetivo no es otro que los votos.
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La oportunidad hace al ladrón, y Benedetti aprovechó la oportunidad que se le presentó y se la juega con todo en esta maniobra por desmarcarse de los políticos tradicionales, ganando uno que otro voto joven del progresismo, mientras se coloca la medalla de la defensa de los acuerdos de paz como el principal reclamo de su campaña, una estrategia a prueba de las críticas superficiales del votante promedio.
Uno creería que en principio estos cambios abruptos representarían un impacto negativo en la imagen de la Colombia Humana por la inclusión de un animal político como Benedetti, pero el profundo calado de los discursos radicalizados y los cálculos electorales nos permiten ver estas especies reunidas gracias al poder de convocatoria mesiánica del que goza Gustavo Petro, que es una figura de liderazgo impoluto, uno de los dos caudillos que hoy por hoy incendian el debate electorero. Ellos y el fanatismo que generan están por terminar con el poco voto inteligente que sobrevivía en nuestra democracia.
La fe ciega es el combustible que garantiza la supervivencia de las esquinas más rancias del espectro político, ese espacio para la pluralidad que se reduce año tras año con las capitalizaciones del descontento social a manos de los partidos radicales que necesitan de su constante antagonismo y que no permiten la disidencia en esta guerra difusa entre supuestos buenos e imperdonables malos.
Por ejemplo, el curioso caso de la aparición de Gustavo Bolívar con su columna Uribe el triste en la revista Semana. A penas unos días atrás el semanario era desahuciado por sus supuestos seguidores en razón del fin de la parcialidad que traería la llegada de su nueva directora, Vicky Dávila, quien en la primera edición impresa de la revista publicó el artículo de opinión del senador de la Colombia Humana, partido cuyas bases populares mantuvieron un silencio sepulcral por la figuración de uno de los apoderados de su causa en un medio al que consideran vendido al poder.
Y este malabarismo ideológico ocurre en el progresismo colombiano, un grupo basado en el buenismo de farándula y su creencia dogmática en la moral y ética infranqueables de su indiscutible líder, un panorama no tan diferente al fundamentalismo fascista del uribismo con su arcaico y obtuso proyecto político de país feudal.
Las dos esquinas políticas irreconciliables entre sí y que se perfilan ganadoras en el 2022, son caras diferentes de la misma moneda, un engranaje de adalides autoritarios que están dispuestos a todo por imponer su voz por sobre la del otro. Una pelea a muerte por un poder que desean a toda costa y por el que entran si pensarlo en este juego en el que intentan desmostar quien es el mal mayor.
Por: Juan Ramírez
Instagram: @sebasragut
Imagen: Archivo Particular
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