Es una expresión común que generalmente se emplea en situaciones donde terminamos en un punto de vergüenza tal que desearíamos desvanecernos sin dejar rastro. A pesar de lo figurativo de la frase, pienso que es algo que nos está ocurriendo como sociedad que, en medio de esta modernidad y el paso indetenible del tiempo, nuestra propia incapacidad e inacción frente a los problemas de la vida nos estamos condenando a nosotros mismos a la irrelevancia, al continuismo. Nos encontramos cómodos en nuestra intrascendencia particular, en esa especia de lugar invisible que habitamos entre la otredad y la apatía. Una posición en la que favorecemos la perpetuación de la injusticia como sacrificio a cambio de la preservación de nuestros fatuos privilegios.
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En medio de la polarización, la equidistancia se ha convertido en una opción deseable. Un espectador cualquiera se somete a un bombardeo ideológico ineludible al hacer uso de cualquier método para informarse. Así que para no tener que formar parte de algún bando con caudillos totalitarios, elegimos el camino de la nimiedad. La justificación a la hora de preferir la distancia de las caldeadas discusiones parece darse en ese afán de no sentirse parte del problema. Somos políticos por naturaleza e incluso elegir no formar parte de ese sistema de disentimiento y controversia, también hace parte del ejercicio de la política.
Optar por ese difuso concepto de centro – una presunción más que dudosa – es implícitamente un componente de la impunidad. Claro, no tienen la misma responsabilidad un victimario que un simple observador, pero tomar distancia de la transgresión de los derechos, sin pronunciarse y convocando a las víctimas a conservar la tranquilidad en medio de su tragedia, es facilitarles la vida a aquellos que desde las instituciones ignoran el llamado al cumplimiento de la ley, y que operan dentro de ese círculo amoral de los tecnócratas y la burocracia.
La noción de la objetividad ha sido malinterpretada y el periodismo tiene parte de la culpa. Ser objetivo tiene que ver con dejar que nuestras u opiniones intervengan con en nuestro discernimiento frente a una determinada situación, que es una idea distinta a ser imparcial. La mayoría de las veces se le exige de manera imperativa al periodismo el ser objetivo, petición a la que se ha accedido resignando de paso su labor de denuncia de los poderosos. Ser objetivo no es ser complaciente con todas las facciones políticas, ser objetivo es poder señalar, con hechos y argumentos, a cualquiera que cometa un error, y hacerlo de manera que aquello que opinamos o sentimos por ese a quien se acusa no modifique nuestro buen juicio.
Pero no es un hecho exclusivo del periodismo, la objetividad debe ser una prioridad en la generalidad de nuestra sociedad. Debemos poder ver los hechos y destacarlos sin importar cual sea la relación personal con ese contexto en el que nos encontramos. Hay que salir del ostracismo del apático, a veces tendremos que señalar el elefante en la habitación y alejarnos de esa imparcialidad que es cómplice de la injusticia, o seguiremos condenados a la vaguedad de nuestras acciones, a permanecer inconmovibles frente al dolor ajeno, nada más observando cómo nos traga la tierra en este país hundido en el desconsuelo de una justicia tan lejana como la paz.
Por: Juan Ramírez
Instagram: @sebasragut
Imagen: John Everett Millais
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