Ya terminó. Esa antiquísima competencia de selecciones del continente americano que nos reúne cada cuatro años – algunas veces más en las últimas dos décadas – y con el tercer puesto obtenido por la selección Colombia, llegan las felicitaciones, los lamentos, los reclamos y las conclusiones que deja cualquier proceso de la vida. La lección más importante que parecerá dejar este torneo es sobre cómo interpretamos la competitividad y el profesionalismo, ambos conceptos cuestionados por las reacciones de miles de hinchas colombianos que se quejaron de las actitudes del arquero argentino Emiliano Martínez, que nos propina un punto de vista que se nos escapa en el debate ¿Qué estamos dispuestos a hacer para ganar?
Después de los sucesos protagonizados por el portero argentino en medio de la tanda de penales de la semifinal de la Copa América, quedó un comentario común entre los aficionados – particularmente los colombianos – que cuestionaban la legalidad de los sucedido, pero sobre todo, si eran actos dignos de un futbolista profesional que es el ejemplo de millones de fanáticos jóvenes en el mundo ¿Es un modelo que quisiéramos replicar en nuestra vida común, acaso es algo que deseemos enseñar a las futuras generaciones? Y aunque duela en principio aceptarlo, lo hecho por Emiliano Martínez no fue ni injusto, ni inmoral, ni antiético.
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El problema principal es que queremos entender el deporte como una extensión más de nuestra vida cotidiana. El fútbol, así como otras disciplinas, hace parte de nuestra oferta cultural y de entretenimiento, por lo que no se puede asignar un valor equivalente dentro de nuestras vidas en sociedad. Claro, a través de la práctica del balompié en etapas formativas, se puede instruir a la juventud sobre el trabajo, la solidaridad, la tolerancia, el sacrificio o la honestidad, pero el escenario de la competición a nivel profesional funciona con lógicas más cercanas a la competitividad capitalista que a la pedagogía paternalista que queremos achacarle.
Uno de los principales obstáculos para el avance de nuestras sociedades latinoamericanas radica en la tergiversación de los contextos, no entendemos las diferencias entre ficción y realidad, creencia y objetividad, o entre competencia y convivencia. No hemos aprendido a leer los contextos y los comportamientos que cada lugar y momento requieren en un instante en particular, así como sabemos que no está bien comportarse en la iglesia de la misma manera como lo haríamos en un motel, también deberíamos aceptar que nos podemos comportar de manera distinta en un partido de fútbol y en nuestra vida cotidiana en relación con las demás personas.
Esa deficiencia en la lectura del contexto es una de las más notables razones para el fracaso deportivo a nivel internacional, al menos en cuanto a fútbol se refiere. Pueden estar seguros de que Emiliano Martínez no tiene nada personal en contra de alguno de los jugadores de la selección Colombia a los que provocó, su comportamiento solo refleja una actitud que es válida en medio de una disputa en el terreno de juego y que, visto lo visto, le es funcional para una necesidad puntual dentro del mismo: desconcentrar a su rival inmediato. Por el contrario, la actitud de Yerry Mina, celebrando un gol en los tiros desde el punto del penalti igual que lo haría en un gol de jugada en movimiento, es una certera falta de entendimiento de la realidad inminente, que está lejos de serle útil para la contienda y que sólo contempla el beneficio de ese acto individual, un baile vacío y con menos profesionalismo que los gritos soeces de Martínez.
Seguramente habrá quienes deducirán en la danza del central colombiano una expresión de la alegría del pueblo colombiano, y aunque está bien querer poner de presente esa característica positiva de lo que entendemos como colombianidad, ese no es el contexto para hacerlo, él no estaba allí para comunicarle al mundo la gran energía que emana la cultura del país, él estaba allí como un representante de la selección Colombia, y su compromiso era contribuir a la victoria de ese equipo. No era el contexto para bailar.
Parece algo arbitrario, porque lo es, pero es una de las condiciones esenciales de la competencia, estar pensando constantemente en el objetivo fijado, mantener la concentración y forzar las dinámicas del entorno para lograr lo convenido, por eso el fútbol profesional es la encarnación del capitalismo, un sistema económico que no contempla la moralidad de los medios empleados, sino que evalúa los resultados en función de victoria o derrota, y ya está. No interesa si se baila, si se canta o si se insulta, lo que importa en estas circunstancias es ganar de cualquier manera, para contar la historia como le favorezca al victorioso, sin determinar al perdedor, como se hace históricamente, en las guerras y en el deporte.
Tal vez eso sea algo que debamos aprender ¿Queremos competir o nos conformamos con participar? ¿Queremos ganar a como dé lugar o preferimos mantenernos leales a ciertos valores? ¿Estamos listos para jugar dentro de las lógicas que nos propone el sistema? ¿Qué estamos dispuestos a hacer para ganar? Y sea cual sea la respuesta a estas preguntas, lo primordial es entender que ganar o perder no nos menos, insultar en una cancha no nos hace peores personas, ni bailar nos hace mejores, pero entender que la vida real no es lo que pasa en una cancha, inevitablemente nos hará ciudadanos más conscientes.
Por: Juan Ramírez
Instagram: @sebasragut
Imagen: Vanguardia
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