La muerte de Diego Armando Maradona es una muestra más de que la vida es un camino gris. Los contrastes son parte fundamental de nuestra historia y sus hitos. Con el fallecimiento de este ícono del deporte y la cultura popular se nos brinda una oportunidad de reflexión en torno a los artistas, sus obras y la trascendencia de sus vidas. Homenajes, reclamos y discursos transformadores convergen ahora en un suceso innegablemente histórico, a la par que difícil y controversial ¿Merece Maradona toda la gloria que le achacan sus hinchas o por el contrario merita el frío olvido al que sus opositores lo condenan?
Sin importar quienes somos, hemos de reconocer que en nuestra vida hemos oficiado de benevolentes héroes, así como de despiadados villanos. No importa cuánto bien creamos que existe en nuestro corazón, alguno de los días de nuestra historia particular estuvo protagonizado por el dolor que le causamos a alguien más. Al pasar los años podemos contar las veces que hemos estado sentados en la vereda de enfrente, en una orilla diferente a lo que pretendíamos correcto. Hemos crecido con el error asumiendo sus efectos y, en lo posible, aprendiendo de él. Para nosotros los valores y su significado no son los mismos hoy que ayer, lo sabemos y lo agradecemos.
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Maradona es para algunos el mejor futbolista de la historia. Las razones para esta afirmación distan de la racionalidad moderna de las estadísticas, ese enamoramiento corresponde más bien a la actitud con la que el argentino afrontaba los duelos en la cancha y fuera de ella, un desparpajo que le trajo el reconocimiento de la gente, una vida de excesos y caos con muchas equivocaciones. A pesar de quien era afuera del terreno de juego, Maradona fue el mejor intérprete de la pasión de un pueblo que le alentaba con una fidelidad inquebrantable en cada una de sus salidas a la grama, un amor que el diez retribuía exhibiendo la belleza inconmensurable de su talento y un espíritu guerrero que dejaba hasta la última gota de sudor y voluntad en el césped.
Esas dos caras irreconciliables de una estrella convivían con la gloria que le significó tantas penas y alegrías. Esas dos facetas hoy se encuentran presentes a la hora de intentar definir quién era. Para quienes le admiraban, el más grande de todos los tiempos. Para sus detractores, un ser humano sin nada particularmente bueno y que no merece el reconocimiento que se le otorga en estos días. Y ambos argumentos tienen algo de razón, pero es en la radicalidad de estas posiciones donde radica el problema de fondo.
Maradona no fue perfecto, puede y debe ser criticado en todas las dimensiones que abarca su fenómeno. Viendo en perspectiva los acontecimientos de su vida, sabemos lo que la mitificación puede llegar a causar en el hombre, una enajenación de la realidad, una idolatría que reduce su humanidad y la posibilidad de una existencia normal, que además era acompañada por un cuestionable séquito de personas que se favorecían de la sombra de la leyenda y que subyugaron su imagen a perpetuidad.
Quienes tienen una voz crítica hacia el astro argentino cuentan con no pocos argumentos para desestimar su legado. Hábitos de consumo de drogas alejados de los valores del deporte, sus múltiples denuncias por violencia de género, y la extraña cercanía con figuras políticas controvertidas, son solo algunas de los reproches hechos a Maradona tanto en vida como ahora en la hora de su muerte.
No se puede culpar a quien no es seguidor asiduo del deporte rey por no entender al completo los entresijos de la pasión que despertaba la zurda mágica de este particular personaje. El carácter imponente y su carismático liderazgo le sirvieron para hacerse con la admiración de todo aquel que alguna vez haya disfrutado mínimamente del fútbol. Sus logros deportivos eran la representación de la épica revancha de la humildad frente al mando leonino de los poderosos. Hazañas grabadas en la historia a fuerza de su indescifrable encantamiento.
En el mundial de México de 1986 la selección argentina enfrentó a Inglaterra. Un enfrentamiento extendido desde el 82 por el vigor de los espíritus de miles de Juan López y John Ward, un gol hecho con la mano en un arrebato de malicia de potrero, otro de una factura inigualable destinada a deslumbrar al ojo humano para siempre, una victoria por dos goles a uno, una victoria que desbordaba la balanza de la pasión, gritos libres de culpa, una celebración del alma, un futbolista transformado en el héroe de una nación que levantaba la mano victoriosa después de tantas lágrimas. Así queremos recordar a Diego Armando Maradona.
Lo que debemos comprender es que la admiración profunda no rivaliza con el entendimiento de lo cometido. La idolatría no debería suspender ni anular los errores, por el contrario, ayuda a matizarlos y confrontarlos en el contexto que les pertenece. Conocer la vida de Maradona no le resta valor a sus gambetas y corridas, pero sí nos ayuda a ver lo que queremos de los ídolos y nos invita a replantear la manera en que vemos a las figuras, sin mezquindades ni moralidades dogmáticas que nos impidan tener esta discusión necesaria sobre ese falso dilema entre la admiración a un ser y el rechazo particular de a sus acciones. Se puede disfrutar de Maradona y de su fútbol e incluso también lamentar su muerte a la vez que impugnamos sus peores actos.
Por: Juan Ramírez
Instagram: @sebasragut
Imagen: Xabi Mendibe
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