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El engaño del identitarismo y los políticos

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políticos

La culpa es un sentimiento poderoso. Esa sensación de pesadez y amargura que viene como consecuencia de algún acto en el que creemos tener alguna responsabilidad, ha sido explotada desde la antigüedad por el concepto de moralidad de las instituciones que han sabido lucrarse de ella. Esto lo tienen claro los mercaderes de la fe, típicos de ámbitos religiosos y que ahora han trascendido a las nuevas fórmulas de dogmatismo. Muchos líderes políticos han encontrado en el identitarismo el cultivo perfecto para establecer los cimientos de una nueva cultura que lincha a la reflexión disidente, al espíritu crítico y hasta la comedia.

A diferencia de lo que creen algunos, la cultura de la cancelación no es algo que les concierne exclusivamente a las débiles mentes de jóvenes a los que se les ha denominado a manera de insulto “generación de cristal”. Por el contrario, la cultura de la cancelación es apenas una etiqueta reciente bajo la que se pueden clasificar algunas conductas que tienden al rechazo por un determinado personaje o producto cultural – entiéndase producto cultural como el resultado de cualquier artículo manufacturado por la industria cultural – por considerársele nocivo para las audiencias que son expuestas a dicho objeto repudiado.

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La cultura de la cancelación tampoco corresponde de forma unívoca a la existencia de las redes sociales. Casos como las protestas en contra de Sinnead O’ Connor por romper una foto del Papa en un programa de televisión, o la célebre afirmación de John Lennon “Somos más populares que Jesucristo”, ocurrieron décadas antes de existir siquiera los primeros bosquejos de Facebook o Twitter, de hecho, las reacciones virulentas al comentario de uno de los integrantes de los Beatles tuvieron lugar cinco meses después, cuando la noticia arribaron a oídos de las comunidades cristianas a través de los medios estadounidenses.

Pero hay que reconocer que la existencia de las redes sociales y su alta penetración en la dimensión social de esa civilización que tiene acceso a ellas, ha acelerado la creación de esa atmósfera decadente que rodea hasta la discusión más irrelevante. El escenario digital nos ha convencido de que es deseable pertenecer a esa uniformidad de la búsqueda de una identidad única e irrepetible, una identidad sin fallos éticos o morales, y que está dispuesta a desterrara cualquiera que opine diferente.

¿Pero qué tiene que ver la identidad con la voluntad censuradora? Es simple, cuando nos enteramos de algún suceso que nos molesta, como una conducta inapropiada o unas declaraciones polémicas, tendemos a reducir al autor de dicho acto a ese único momento o característica. El ejemplo más claro y reciente tiene que ver con las elecciones del año 2018. Luego del resultado de las primeras votaciones en las que Iván Duque y Gustavo Petro pasaban a segunda vuelta, los demás candidatos en disputa entraron en ese juego sombrío de las alianzas programáticas, que no son más que acuerdos de palabra entre políticos para que esos candidatos, que se veían relegados en la contienda democrática, apoyarán a uno de los bandos que se forman para una segunda vuelta.

El entonces tercer político más votado de aquellos comicios, Sergio Fajardo optó por no elegir una de las facciones que esperaba con ansias su adición a la causa, un hecho que hasta el día de hoy se le recuerda. Fajardo no creía en las promesas de ninguno de los partidos políticos que disputaban la presidencia, por un lado, el continuismo de unas élites políticas dedicadas a legislar y gobernar en pro de la preservación del capital de sus propios latifundios, y por el otro un caudillo representante de las nuevas ideas de la izquierda y de un sector del que proviene la mayor fuerza moralizante de las doctrinas autoritarias disfrazadas de progresismo.

Fue precisamente la facción progresista y que representa el cambio de paradigmas políticos, la que se ha encargado de incordiar con sus ínfulas de superioridad moral hasta el hastío a todos aquellos que, como Fajardo, se decantaron por el voto en blanco como una manera de dejar en claro sus propias convicciones. Se les ha llamado Tibios, un adjetivo despectivo usado para hacer menos a aquellos que por elección democrática no votaron por Gustavo Petro, haciéndolos no solo responsables directos por todos los errores de la mediocre administración del Iván Duque, además se les señala a los “Tibios” de impedir que Colombia fuera gobernada por el candidato que, según ellos, iba a cambiar la historia del país y que lo convertiría mágicamente en un lugar mejor y más justo para todos, desestimando cualquier acción u opinión de aquellos que no votaron a favor de su partido.

Y con esto no pretendo defender a Sergio Fajardo – quien me parece un político conservador y demagogo – más bien defiendo su derecho de no pertenecer a estas identidades que son apropiadas por movimientos políticos y que convencen a sus seguidores de ser la cura única a esa enfermedad crónica que padece nuestra democracia, identidades que sirven para individualizar a aquel que opine diferente para proceder a su descalificación, todo basándose en una moral que ni siquiera sus representantes cumplen, como es el caso de Claudia López (fórmula vicepresidencial de Fajardo en 2018), quien ahora como alcaldesa de Bogotá, desprendida de esa necesidad de impartir conceptos morales para demeritar a sus rivales políticos, ha hecho declaraciones plenamente xenófobas al referirse a la situación de seguridad de la ciudad que la eligió, entre otras razones, por representar los valores contrarios a esos que ahora parece encarnar la primera mujer alcaldesa de la capital colombiana.

Es por ello que debemos rechazar el uso de las identidades individuales como recursos para sumar adeptos a su causa egoísta, principalmente porque todos somos únicos en nuestra relación con la dimensión social que nos rodea, y nuestras ideologías son solo un accesorio de nuestras creencias particulares, creencias que no nos definen en nuestra complejidad como personas. No permitamos que se expanda el chantaje moralista de izquierdas, derechas y centros, con el que nos pretenden vender su discurso, en medio de falsos dilemas, falacias y argumentos reduccionistas, luz bajo la que solo existen buenos y malos para su empresa política.

Por: Juan Ramírez
Instagram: @sebasragut
Imagen: Archivo Particular
*Las opiniones expresadas no representan la posición editorial de Zona Captiva. Es responsabilidad exclusivamente del autor.

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