El periodismo moderno es el derecho a la información convertido en bien de consumo. Un reflejo de la depredación del capitalismo glorificado por nuestras sociedades. Lo que vemos en los grandes escaparates de la prensa dista cada día más de esa nobleza con la que era entendida antaño esta profesión. Hoy, en medio de la crisis social y económica más grave del siglo XXI, el envilecimiento de los intereses de sus mecenas, el egocentrismo de algunos comunicadores y la saturación de la era de la información, le han arrebatado al periodismo uno de sus valores fundamentales, su credibilidad.
El oficio de informar no es sencillo, y la abundancia de medios para obtener esa información ha derivado en una competencia por cada lector, por cada visita, por el tiempo que una noticia logra retener a su audiencia, por aumentar las métricas que le interesan a quienes patrocinan y mantienen con vida a los medios de comunicación. Una disputa que con el pasar de los días se va pareciendo más a las rivalidades clásicas de la industria del entretenimiento. Personalidades como Vicky Dávila, Luis Carlos Vélez, Néstor Morales o Claudia Gurisatti, son la vergonzante prueba de la transformación de los métodos de la comunicación, unos no necesariamente mejores.
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Cada vez son más las personas que desconfían de la información que consumen de las casas periodísticas tradicionales, un recelo peligroso que acerca rápidamente a los espectadores a estructuras informativas poco confiables, que confirman sus sesgos ideológicos y que poco saben de contrastación de fuentes. Páginas web, perfiles de redes sociales y creadores de contenido, han suplido – generalmente de mala manera – la necesidad de una audiencia que exige una mayor rigurosidad de sus medios, engañados por el mito vetusto y mal entendido de la objetividad.
Esto no significa que el periodismo no tenga la necesidad de ser objetivo, el verdadero problema radica en la definición de lo que es esta palabra, comúnmente confundida con imparcialidad. El buen periodista no es necesariamente quien observa desde afuera y desde arriba una situación determinada, el buen periodista es aquel que a pesar de su propio contexto e intereses, es capaz de sumirse en el universo del acontecimiento, atendiendo el hecho con la severidad que le demanda la ética profesional y la responsabilidad de su cargo en la sociedad.
Aunque tristemente este no es un problema nuevo. Yo me gradué del programa Comunicación Social y Periodismo hace poco más de cinco años, y ya en mi época de estudiante, se planteaba desde la facultad la necesidad de preocuparse por la crisis de credibilidad de los medios ¿Qué se ha hecho entonces en este sentido? Muy poco. Los docentes insisten en educar como lo vienen haciendo desde hace décadas, y el afán de las nuevas generaciones de comunicadores por modificar su quehacer no es precisamente alto. Aunque no se nos puede culpar del todo, la difícil situación económica y la escasa oferta del sector, terminan por ganarle la batalla a casi cualquier entusiasta que aspire a un cambio de paradigmas.
Las personas ahora a dejan de creer en el periodismo, pero la incertidumbre ha estado aquí desde siempre, es un instinto humano. La comprensible duda ha sido explotada por un sistema que, potenciado por el combustible de las guerras identitarias contemporáneas, ha logrado segregar la opinión pública en favor de la segmentación de su público en consumidores asiduos. Si las audiencias son entendidas como potenciales clientes, es fácil concluir que la información que nos ofrecen desde ciertos medios es un producto como cualquier otro disponible en el mercado, con características ajustadas a la necesidad de cada usuario y su caja de eco particular, estructura donde nosotros los comunicadores somos mercaderes al servicio y salvaguarda de los intereses de alguien más, con noticias y opiniones para la venta.
No se le puede pedir confianza ciega a quienes ven las noticias diariamente y se encuentran con productos periodísticos como la portada de la revista Semana, que supone perversamente que Gustavo Petro es el responsable de los desmanes en las protestas, como si la violencia no estuviera presente en cada página de nuestra historia como país; o casos como el del lerdo director de Noticias RCN, José Manuel Acevedo, que luego de una nota en la que afirmaban que los manifestantes caleños celebraban una decisión del gobierno, salió a parafrasear el primer gazapo, sosteniendo que fue un error en la interpretación, en pocas palabras, pasando la culpa al televidente por no entender lo publicado. Con un nivel argumentativo tan bajo y líneas editoriales dispuestas a justificar las equivocaciones mortales del oficialismo, es apenas lógico que se termine de echar por la borda la poca fe de los espectadores, arriesgandonos a quedar en manos de fuentes ajenas a la mass media, y opciones que no necesariamente mejoran lo que tenemos.
En conclusión, el panorama no es nada alentador: Medios tradicionales con credibilidad cada vez más escasa, medios alternativos con alcances limitados y sitiados por amenazas a la libertad de prensa, y nuevas plataformas manejadas por doctrinas extremistas que bien promueven la conspiración o la desinformación a través de contenidos falsos o manipulado. Un cóctel catastrófico para un país ad portas de un estallido de violencia política semejante al del siglo XX, una repetición de la guerra de guerrillas con protagonistas distintos, con una democracia tambaleante e instituciones desprestigiadas cuyo ego nos puede guiar a algo más grave que el simple fin del periodismo.
Por: Juan Ramírez
Instagram: @sebasragut
Imagen: Pluralidad Z
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