A medida que avanzan las jornadas en las distintas competiciones futbolísticas del mundo, persisten los comentarios que aseguran que el VAR ha logrado lo que no pudieron la corrupción, los malos directivos, el racismo o la homofobia, acabar con el fútbol. La conclusión para algunos es tajante: El uso de la asistencia al arbitraje a través del uso de la tecnología ha pulverizado el espíritu de un deporte tan noble y cruel como la naturaleza misma, una pasión en la que, como en el libre mercado, toda tentativa de intervención es percibida como una intrusión indeseable que pone en riesgo la sobrevivencia de su medio y de esas tradiciones a las que una parte de la afición continúa aferrándose.
Muchas son las críticas a las que hay lugar cuando se habla del VAR: Los prolongados tiempos de su implementación en medio de un partido, la exactitud milimétrica con la que son anuladas algunos goles, el cambio repentino del juicio de los árbitros al sancionar según que jugada a según que equipos, etc. Sin embargo, todas estas razones no obedecen a una falla intrínseca de la tecnología, más bien, son una extensión de la mediocridad que afecta al deporte rey desde hace más años de los debidos, consecuencia de la falta de criterios unificados y de una pobre formación arbitral, tendencia en la que poco se ha trabajado en revertir.
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Lo paradójico de esta situación es que incluso a sabiendas de la necesidad de cambios en el futuro cercano, numerosos aficionados y periodistas, aún insisten en la inconveniencia de la llegada de la tecnología al deporte, obstinados en el concepto romántico del fútbol, en esa concepción nostálgica del balompié que debe ser preservada incluso a cuesta de que se cometan injusticias, desafueros que, según los opositores del VAR, hacen parte de la experiencia y la cultura del deporte.
Esto es a todas luces una contradicción que no deberíamos permitirnos como hinchas, jugadores, reporteros, técnicos o directivos. No se le puede decir a un jugador que no finja o pierda tiempo en el terreno de juego, si no existe un factor sancionatorio lo suficientemente fuerte para persuadir su accionar. Si me beneficio de acciones anti deportivas dentro del campo y estas no tienen sanción alguna ¿Qué me impide realizarlas? Seguramente habrá quienes digan que es una cuestión de ética profesional, que es el jugador, protagonista principal de su entorno y conocedor de los efectos de la trampa en él, quien debería desistir de intentar cualquier actuación que atente contra el espíritu del juego, pero es un hecho que eso no ocurre ni dentro ni fuera de la cancha.
El deporte, sobre todo uno tan popular como el fútbol, es un escenario que sirve para la transmisión de valores. Y aunque no es responsabilidad del balompié lo que sucede más allá de la línea de cal, sí lo es el intentar preservar aquello que está mal dentro de su propio sistema, oponerse a la voluntad de cambio por el melancólico deseo de conservar algo como lo recordamos es la actitud egoísta en la que se fundamenta la normalización de la violencia.
Sí, aunque parezca exagerado, este tipo de posturas que abogan por el estatus quo también están presentes en otras dimensiones de la vida. Quienes se oponen al VAR, son los mismos que se indignan con la supuesta generación de cristal, o porque ya no pueden hacerse chistes misóginos y homófobos, esos que dicen “ni machismo ni feminismo”, esos que añoran las décadas pasadas donde la gente se quejaba menos y sufría en silencio, donde lo normal es que aquel que miente, en el deporte o en la política, no sufra ninguna consecuencia, porque no existe una manera de fiscalizar su mal proceder y hace parte de nuestra cultura del secreto, esa instrucción que normaliza las violencias, estructurales y físicas, una cultura de extrema tolerancia a la mentira y que se ha resignado dócilmente a la impunidad.
Por: Juan Ramírez
Instagram: @sebasragut
Imagen: Archivo Particular
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