El día 3 de agosto se declaró medida de detención de domiciliaria al expresidente y actual senador de la República, Álvaro Uribe Vélez, por parte de la Corte Suprema de Justicia que investiga la posible participación del político antioqueño en un caso de manipulación de testigos. La indagación se lleva a cabo por los hallazgos realizados por el tribunal en la resolución de la denuncia que en un principio había impuesto el antiguo mandatario en contra del congresista Iván Cepeda por el mismo delito por el que ahora tendrá que rendir indagatoria.
Puede parecer irónico pero el proceder de los políticos en ámbitos jurídicos suele suceder de esa manera, donde se emplean distintas estrategias legales para librar batallas que regularmente terminan por dilatarse hasta desembocar en una resolución sin responsables. El senador Cepeda ha investigado durante años para encontrar quienes estén dispuestos a develar las posibles relaciones de Uribe Vélez con estructuras delictivas pertenecientes al narcotráfico. Cepeda es el hijo de uno de las víctimas de la violencia sistemática dirigida a los militantes de la Unión Patriótica. Por las características de los protagonistas y lo que representan dentro del contexto de un país en conflicto como el nuestro, podemos concluir que este proceso judicial va más allá de la demostración de la comisión del delito, y nos hacen plantearnos varias interrogantes respecto de nuestra responsabilidad y ética políticas.
Álvaro Uribe es sin lugar a dudas el político más sobresaliente del siglo XXI. Ha logrado notoriedad internacional por la manera en la que abordó el manejo del conflicto del país desde su primera elección en el 2002, y ahora, 18 años después, es la pieza fundamental sobre la que se diseñan los discursos, tanto militantes como disidentes, del quehacer político nacional. Todo en cuestiones tiene que ver con él, ya sea porque se está de acuerdo con su posición ideológica de un Estado militarista y autoritario, o porque se está en su contra, con una mirada opuesta que dice abogar por la defensa de las posturas progresistas y las reivindicaciones sociales. Y para fines de identificación en esta guerra de bancadas, a los primeros se les llama “uribistas” y a los segundos “mamertos”, e incluso, a aquellos que se dan a la tarea de trabajar alejados de ambas doctrinas se les denomina “tibios” por los militantes de las orillas dominantes.
En medio de la polarización y la infantilización de los discursos se presenta la noticia de la medida de detención domiciliaria para Álvaro Uribe, un nuevo capítulo que nos deja ver el extenso camino que nos falta en la construcción del diálogo para la reconciliación y así terminar con el conflicto ideológico que se erige como el principal obstáculo del país para empezar a pensar en un país mejor.
Fueron muchas las reacciones que se vieron desde los dos extremos, ambas desmedidas y viscerales. Desde el uribismo de hueso colorado se dice que la decisión de la Corte Suprema demuestra la corrupción de los poderes y su redención a las ideologías castrochavistas, según ellos, sentadas en los acuerdos firmados en La Habana por el gobierno de Juan Manuel Santos. También aseguran que la detención de Uribe es una afrenta a la democracia como la conocemos y un peligroso antecedente para los ciudadanos de bien del país. De igual forma pero con un tinte opuesto, la oposición del oficialismo se ha hecho sentir con sus declaraciones virulentas que dan como culpable al expresidente sin siquiera este haber atravesado un juicio, y muchos celebraron a rabiar el proceder del alto tribunal augurando el fin y pronto destierro del uribismo entendido como la raíz de todos los males que nos aquejan como sociedad. Ambas posiciones incorrectas desde su ingenuidad e irreflexión.
Uno no puede elegir creer o no en la institucionalidad según le convenga para sus intereses políticos o ideológicos. Posicionarnos radicalmente ante cualquier acontecimiento solo les permite a aquellos que se manejan en las realidades electorales, instrumentalizar la excitación común para hacerse con el control de la narrativa con la que obtendrán réditos políticos en el corto plazo, delimitando los bandos imaginarios que añaden más ruido a una conversación a la que le falta el silencio y la calma.
Aún no hay nada definitivo, la decisión de la Corte Suprema es apenas un paso en el camino de la justicia, esa que debería alejarse de favorecer a los poderosos y patriarcas; y en su lugar ir encaminada a la búsqueda de la verdad y la reparación de las víctimas, principios fundamentales en los que parece no nos hemos podido poner de acuerdo en los más de 200 años de historia de una Nación que se aferra al rencor y la violencia como única vía de negociación.
Yo no quiero a Uribe pudriéndose en una cárcel, como muchos han sugerido, no porque crea que es inocente, eso lo determinará la justicia en su momento, sino porque creo que le es más útil a Colombia contando la verdad a un pueblo que necesita pasar la página de la violencia, alejarse de las etiquetas que nos dividen, y otorgarnos el perdón por los errores cometidos en tantos años de guerra entre seres humanos que no han sido capaces de reconocerse como iguales.
Por: Juan Ramírez
Instagram: @sebasragut
Imagen: Archivo Particular/Jesús Abad Colorado
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