El Catatumbo se desangra mientras el país parece acostumbrarse al horror. El aumento de muertos en esta región no es solo un número más en las estadísticas de violencia en Colombia; es un grito desesperado de comunidades atrapadas entre el fuego cruzado de grupos armados. El Eln y las disidencias de las Farc se enfrentan por el control territorial, dejando a la población civil en medio de un conflicto que no pidieron y cuyas consecuencias devastarán sus vidas.
El éxodo masivo por el río Catatumbo es la cara más cruda de una realidad que no debería ser ignorada. Familias enteras han abandonado sus hogares, llevando consigo apenas lo que pueden cargar, dejando atrás tierras y recuerdos, huyendo del miedo y de la muerte. Estas personas no solo pierden su hogar; también pierden la confianza en un Estado que parece incapaz de garantizarles el derecho más básico: la vida.
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El gobierno ha manifestado su intención de alertar a la ONU sobre los crímenes del Eln en la región, un gesto que, aunque necesario, parece insuficiente frente a la magnitud del problema. ¿De qué sirve elevar denuncias internacionales si la situación en el terreno sigue igual? Las reacciones a la posibilidad de decretar la conmoción interior en el Catatumbo reflejan la gravedad de la crisis, pero también plantean dudas sobre la efectividad de estas medidas en un contexto donde la población civil ha sido históricamente marginada y olvidada.
Más allá de los discursos, las cifras y los titulares, están las historias de quienes sufren en silencio. Son madres que lloran a sus hijos, niños que crecen con el sonido de los disparos como banda sonora, campesinos que ven sus cultivos abandonados mientras huyen con la esperanza de salvar sus vidas. Y mientras tanto, quienes están llamados a garantizar la paz y la justicia en el país parecen atrapados en un juego político, priorizando estrategias y acuerdos que, en la práctica, no han cambiado la realidad de quienes habitan las zonas más vulnerables de Colombia.
El Catatumbo no puede seguir siendo un territorio de olvido. Cada vida perdida, cada familia desplazada, es una deuda que como sociedad no podemos permitirnos ignorar. Nos hemos acostumbrado a la violencia, a los comunicados oficiales llenos de promesas vacías, a los debates políticos que no se traducen en soluciones reales. Pero no podemos normalizar lo inhumano.
¿Hasta cuándo seguiremos mirando hacia otro lado? ¿Hasta cuándo dejaremos que el miedo sea el único lenguaje que entienden las comunidades en el Catatumbo? Colombia debe despertar, no solo para denunciar, sino para actuar, para construir un país donde las zonas olvidadas sean el epicentro de una verdadera transformación. Porque cada minuto que pasa sin cambios es un minuto más de sufrimiento para quienes, en el fondo, solo quieren vivir en paz.
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Por: Daniel Felipe Carrillo
Instagram: @felipecarrilloh1
Imagen: El Colombiano
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