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La política inmortal

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Las últimas semanas han tenido un halo de extrañeza. No nos habíamos dado cuenta de lo mucho que nos gusta la rutina hasta que dejamos de sentir su angustia para reemplazarla por otra. En el acostumbrado pasar de los días nos vimos obligados a interponer un alto obligatorio, este alto fue impuesto por el Estado. Con algo de ingenuidad, estuve por creer que iba a existir algún cambio nacido de la reflexión de una crisis, pero si algo nos ha demostrado el Estado es su negligencia y su ego voraz. No nos van a permitir olvidar que del Estado no esperamos nada sin importar su color.

Hemos sido testigos, las generaciones que convergemos en la actualidad, de un acto prevención gubernamental que tenía lugar en el momento adecuado, toda una anormalidad en medio de la inoperancia burocrática a la que nos hemos mal acostumbrado. El coronavirus parecía lejano e imposible. En el inicio de su propagación en China, lo veíamos con cierta tranquilidad que da cuando los problemas ocurren en el patio del vecino y no en el nuestro. La enfermedad tomó más que por sorpresa al pensamiento eurocentrista, fatal error. La soberbia típica occidental jugó parte fundamental en lo que hoy se ha traducido en más de 20 mil personas fallecidas, luego de que muchos expertos (claramente desde su visión europea) salieran a declarar que esta especie de gripe presentaría apenas algunos casos, algo nimio y que podían todos seguir con sus vidas como si nada. Todos ellos bañados en gloria.

Lo que parecían noticias descartables sobre una de estas influenzas que saltan aleatoriamente de animal a humano, se ha convertido en la crisis más grande de mi generación. Y para quienes gustan del fatalismo, las cifras y las condiciones recontadas una vez termine la pandemia no se acercarán a las cifras de otras tragedias predilectas de la historia del hombre como las dos guerras mundiales. No se puede comparar los tiempos y las causas, cada viento en contra tiene su origen y se lleva por delante estructuras diferentes.

Somos el hermano menor y acomplejado de las potencias. Era de esperar que sintiéramos más pánico del necesario, y ello ocurrió así, afortunadamente. En Colombia, desde un inicio hubo un contraproducente llamado a la calma y la prudencia. Quienes llevamos un tiempo viviendo en Colombia, colombianos o no, sabemos que en Colombia un llamado a la autorregulación deriva inevitablemente en la intervención de la autoridad. Y por azares del destino tuvimos suerte de nuevo. Digo que la histeria colectiva y el ambiente de incertidumbre generalizada fue un golpe de suerte ya que le dio entrada al gobierno y a los gobernantes de procederes más autoritarios, cosa que por demás, no nos ha venido mal.

Muchas personas de mi edad, que nacimos al terminar el período de los grandes narcotraficantes, no conocíamos lo que era el actuar del gobierno. Sí, hemos sido conscientes y portadores de los males de sus decisiones; Sí, hemos sido beneficiados por los buenos efectos de algunas de sus acciones, pero ninguno había tenido la oportunidad de ver al Estado movilizándose de verdad. Hemos visto algunos berrinches burocráticos, premios nobeles, acuerdos no muy buenos y algún enfrentamiento de grupos reducidos de estudiantes contra grupos reducidos de autoridades, que jugaban a intentar cortar la violencia por las vías de hecho o a terminar con el pensamiento crítico a punta de bolillo. Ninguno pudo. Más bien una enfermedad cuya amenaza más allá de su letalidad es la promesa de saturación de nuestros infrahumanos sistemas de salud, ha logrado, por sus vías naturales y más bien pacíficas, hacer que el Estado actuara con sentido común y un mínimo de coherencia. Reflejando empatía e intentando incluir a todos los sectores posibles en la participación de sus medidas, por un momento dimos la ilusión de ser un buen país. No duraría tanto.

Gracias al miedo profundo que nos da la muerte en un país profundamente creyente y profundamente pecador, la mayoría de las personas han acatado las recomendaciones y dictámenes de nuestros gobernantes. Pero han sido estos últimos, al ver que la situación no terminará por ser tan grave, quienes han optado por reanudar su juego.

Dentro de las reglas no escritas de la política, la democracia, a diferencia de su hermana la dictadura, siempre ha elegido al poder normalizador por encima del poder opresor. Es mucho más fácil hacer que una persona actúe bajo la presión social de un sistema de valores que por el poder de un fusil. Así que la disputa, en tiempo de deconstrucción de los discursos, es por el dominio de ese orden en la escala de valores y su ponderación en el tiempo. Que si igualdad de género y justicia social, que si apertura económica y bienestar financiero, son solo la cara de los valores que nos ofrecen consumir.

Y ya hemos empezado ver las caras en la tempestad. Ya Claudia López, seguramente la política más hábil del país, había dado unas primeras puntadas al ganarle en velocidad de decisión a presidencia, para hacer réditos que poco a poco ha ido quemando hasta su última decisión de pico y placa de personas por género, lo que generó más polémica que una solución real. A Iván Duque sus asesores le van soltando de a poco la rienda nuevamente para permitirle ser el campeón de la chabacanería y Gustavo Petro, cansado de no ser el centro de atención ha decidido capitalizar su cáncer (Que no pongo en duda la veracidad de su padecimiento pero si sus intenciones y la emotividad que le pone para vendernos la moto).

Ya hemos empezado de nuevo a desperdiciar una oportunidad de volver a empezar. Y muera quien muera, la mala costumbre del egoísmo seguirá allí viva, dentro de esas mismas reglas no escritas de la política, donde hay una que dice que nadie gobierna solo, son ellos, el Estado que permanece allí inmutable para siempre recordarnos que no esperemos nada de ellos sin importar su color.

Por: Juan Ramírez
Instagram: @sebasragut
Imagen: El Tiempo
*Las opiniones expresadas no representan la posición editorial de Zona Captiva. Es responsabilidad exclusivamente del autor.

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