Son tiempo difíciles. Aunque en esta parte del mundo las cosas nunca han sido sencillas, parece que la actualidad concentra todas las angustias posibles en el contexto más desfavorable. No solo el mundo se encuentra sumido en la incertidumbre económica y el desconcierto social, a estos factores de la imprevisión de la pandemia, hay que sumarle la violencia manifiesta que una vez más inunda todas las facetas de la realidad de nuestro país, aparentemente respaldada en las instituciones que deberían propender por la protección de la vida.
La pasada madrugada del 9 de septiembre en medio de un procedimiento policial fue asesinado Javier Ordóñez. El hecho circuló rápidamente por redes sociales, despertando la indignación de las personas que tuvieron acceso al video en el que se escucha claramente los ruegos que Ordóñez hacía a los policías para que cesaran los choques eléctricos. Luego los agentes lo llevaron a un Comando de Acción Inmediata (CAI) a pesar de haber manifestado a la familia del detenido que lo llevaría a una Unidad de Reacción Inmediata (URI). El reporte entregado por los oficiales responsables dice que Ordóñez manifestó sentirse mal por lo que procedieron a llamar a una ambulancia para su traslado a un centro asistencial, aunque en el reporte de su necropsia, realizado por Medicina Legal, se indica que la víctima habría llegado a la clínica donde fue atendido sin signos vitales y con traumas contundentes, lo que probaría la presunta tortura a la que habría sido sometido.
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La muerte de Javier Ordóñez generó una indignación extendida que más tarde se traduciría en manifestaciones igualmente violentas. El enojo ciudadano al establecimiento es expresado generalmente bajo términos similares: Una protesta que comienza por ser pacífica, alteraciones de orden público, daños a la propiedad pública y la posterior intervención de las fuerzas del Estado, esa es la rutina del inconformismo, una fuerza que en principio parece indetenible, que luego es aplacada por la represión policial o militar y que termina de ser deslegitimada por los líderes de opinión en los medios de comunicación tradicionales.
Es a lo que estamos acostumbrados, pero incluso dentro de un país violento como el nuestro, hay muertes que aún logran conmovernos. Fue el caso de quienes fueron asesinados por protestar en las manifestaciones de los días 9, 10, 11 de septiembre. Según fuentes oficiales, el número de fallecidos totales registrados durante estas jornadas asciende a 13. Trece personas que salieron a las calles a ejercer su derecho a la protesta y que su vida fue cegada por las mismas fuerzas policiales que le causaron la muerte a Javier Ordoñez, Dylan Cruz, y de aproximadamente 639 personas que han sido asesinadas por la Policía colombiana entre los años 2017 y 2019 según el reporte de la ONG Temblores.
Cómo parte del proceso de estabilización del orden público, las autoridades suelen recurrir a un discurso sosegado para bajar los ánimos de la población, pero el gobierno nacional dobló la apuesta. Iván Duque, como si no fuera el presidente de todos los colombianos, asumió una posición obyecta y poco conveniente. Primero con su ausencia del evento de reconciliación organizado por la administración distrital de Bogotá en cabeza de Claudia López y luego con su desafortunada visita de apoyo a los policías vistiendo él mismo un uniforme de la institución que se encuentra en entredicho, demostrando la soberbia con la que el primer mandatario decide afrontar las crisis, un dirigente enajenado por su propio séquito y obsesionado con su buena imagen, obnubilado por los fantasmas políticos de otras épocas
Adicionalmente, la Corte Suprema de Justicia, a la vista del panorama actual pedía establecer garantías para el ejercicio de la protesta pacífica, a su vez le ordenó al actual ministro de defensa, Carlos Holmes Trujillo, pedir disculpas por los excesos de la fuerza pública, particularmente del ESMAD en el caso del homicidio del estudiante Dylan Cruz en medio de las actuaciones de dicho cuerpo en medio del paro nacional en noviembre del año 2019. Solicitud a la que el ministro respondió con la altivez característica de sus intervenciones, en un comunicado de cuatro párrafos en las que pide perdón por ese y cualquier otro error cometido por los miembros de la fuerza pública, comunicación de una levedad insultante que no se corresponde con la gravedad de lo ocurrido, con la pérdida de vidas humanas a manos de quienes juramentaron su defensa a ultranza, una expresión que desprecia la importancia de la corrección de los errores para la mejora de un país entregado a la desesperanza.
Parece ser que en Colombia no hay lugar para el más ligero de los optimismos, siguen existiendo buenos y malos muertos, ciudadanos de primera y de segunda, y una tradición de violencia profunda que nos condena a vivir en el miedo de la ser víctimas de la impunidad reinante en este país lleno de dueños de la verdad donde tenemos que temer hasta de aquellos que deberían defender la vida.
Por: Juan Ramírez
Instagram: @sebasragut
Imagen: Archivo Particular
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