Es una semana triste para Colombia. Durante los últimos siete días han ocurrido al menos tres masacres en las que fueron asesinadas por lo menos 17 personas. Una vez más la sangre corre por las tierras de los lugares invisibles, territorios en los que la ausencia del Estado fue aprovechada por el flagelo inenarrable de la violencia.
Aquellas imágenes desoladoras fruto de la guerra con las que han crecido varias generaciones de colombianos parecen decididas a seguir siendo parte de la pesada herencia histórica de un país que se niega a afrontar su realidad con madurez.
Arauca, Nariño y Cauca. Los nombres de los lugares tienen todos algo en común, son víctimas tradicionales de la apatía estatal, lugares que por su ubicación en el mapa se han convertido en corredores disputados por grupos criminales que eliminan a cualquiera que presente oposición.
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La respuesta del gobierno dista mucho de estar a la altura de una situación como la que vive el país en estos momentos. Desde el inicio hubo demoras en conocer declaraciones al respecto y cuando el gabinete o el mismo presidente Iván Duque han tomado la palabra no han hecho más que revictimizar a las poblaciones que han sufrido la pérdida de sus seres queridos. La contestación del gobierno se dedica a hacer lo que ha hecho desde antaño la clase política colombiana, usar el retrovisor. El equipo de Duque se ha empecinado en demostrar que las cosas ahora no son tan malas cómo hace un par de décadas, cuando en su lugar deberían estar atendiendo de manera prioritaria las necesidades de las regiones afectadas por la ola de violencia que se vive en ellas. Un ejemplo de estas malas prácticas políticas es el gráfico publicado por la cuenta oficial de Twitter del presidente, en la que elaboran una tabla comparativa donde intentan contrapesar las cifras de víctimas de homicidios colectivos en dos distintos periodos, uno entre el 2010 y el 2018, y otro entre el 2018 y el 2020, una contrastación que lejos de ser útil para interpretar el contexto de los hechos ocurridos, se presta para demostrar lo enajenado que se encuentran los dirigentes políticos. Se niegan a aceptar parte de su responsabilidad por el afán de mantener su imagen como proyecto político, aunque este carezca de cualquier tipo de credibilidad fáctica.
Luego están las reacciones de la oposición a señalar al gobierno en turno como el causante directo de estas muertes. Apuntan el dedo hacia quienes se encuentran en el poder y a quienes votaron por ellos como si hubieran accionado los gatillos en contra de las víctimas, una respuesta no solo desproporcionada sino además una peligrosa interpretación simplista de las raíces del conflicto. El error radica en creer que la guerra por los territorios y el control de determinadas zonas geográficas a través de la violencia se debe al hecho univoco de haber elegido a Iván Duque como presidente como manifestaban algunas personas en redes sociales. Seguramente parte de estas reacciones están motivadas por la frustración de quienes no ven acciones efectivas del actual gobierno a la situación de inseguridad que viven las regiones más apartadas del país, reacciones que no dejan de ser apenas lamentos que pueden ser capitalizados por políticos inescrupulosos con fines electorales.
El gran problema es que en la discusión en torno a los hechos que enlutan a Colombia no surgen las voces propositivas sobre las que se puedan articular ejercicios de reflexión más profundos, de los que se desprendan juicios comunes para la resolución del conflicto. En su lugar, son los discursos estridentes de las antípodas políticas los que encuentran un altavoz en el enojo de una población que se divide más, hecho que usa el escenario de la violencia estructural como plataforma política para conseguir adeptos y nosotros como ciudadanos amparamos la existencia de esta dinámica antropófaga con nuestra negación de la realidad, una verdad que nos avasalla en un su complejidad y que no sabemos enfrentar con la altura que se debería.
El problema de nuestros discursos políticos radica en la inutilidad de nuestras acciones, queremos cambiarle el color de la fachada a un edificio que está mal construido. Querer reducir el origen del conflicto a los intereses de uno solo de los grupos involucrados es tan absurdo como encargarle la labor de reconstrucción a un solo nombre por grande o elocuente que este sea. Confiar en caudillos mesiánicos es negarse a aceptar la culpa que nos corresponde y endilgar a un programa político la responsabilidad inabarcable del fin de la guerra. Los líderes son importantes, necesarios, pero el fin último de toda iniciativa colectiva es la conversión de dichas intenciones a una acción individual, de nada sirve depositar la confianza en alguien que no solo no está dispuesto a renunciar a su ego, sino que además respalda sus yerros en el poder popular que lo avala.
Por: Juan Ramírez
Instagram: @sebasragut
Imagen: Federico Ríos
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