Cómo era de esperarse, el pánico ha ganado de nuevo. De nada sirvió advertir, de nada sirvió comunicar calma. Hoy ha vuelto a ganar el pánico. En esta caja de ruido estridente y constante que llamamos modernidad, las palabras son apenas algo más que nada entre los gritos que predominan en lo más alto de nuestra atención. Los profetas apocalípticos, los curanderos mágicos, los idiotas útiles, los equivocados bienintencionados, todos, otra vez, han logrado convertir en amenazas lo que debieron ser advertencias. El miedo sin precedentes al virus covid-19 es lo que llamamos hoy normalidad. Una convulsión global, una sola respiración entrecortada y nerviosa, eso es hoy la aldea global sobre informada. Un manojo de miedos propios justificados en la añorada individualidad. Una desidia obligatoria, vivimos en el retiro voluntario de la cordura para no perderla por completo. Y en medio de este miedo, y del llanto, nuestro llanto, el importante, no el de ellos, el bueno, mi llanto. El egoísmo.
Hace apenas unos días se hizo viral (cómo casi cualquier cosa sin sentido) el reclamo desconsolado de algunos alumnos de la Universidad del Norte. La tragedia se configuró al darse la noticia: Las indispensables ceremonias de grado habían sido canceladas por el terrible coronavirus, todo dizque con miras a salvaguardar la tan cacareada salud pública. Un baldado de agua fría sobre un montón de jóvenes adultos profesionales que se hallaron desconcertados por enfrentar la injusticia como pocas veces han tenido que hacerlo ¿En qué cabeza cabe que se aplace semejante acontecimiento social por un virus tan insignificante? Estos estudiantes, bien acomodados (tal vez demasiado cómodos), habitan tierras paralelas, tierras que solo ocupan ellos, con espacio y tiempo suficientes para ellos nada más, muy lejos de estas tierras, territorio de los incómodos, donde no cabe un herido más. Los enajenados sufren lo impensable por lo inútil.
El mundo está repleto de problemas. Mi generación está repleta de problemas, no todos ellos solucionables, no todos ellos reales, no todos ellos son nuestros. La moda, cómo el dato que más se repite, es en estas épocas la preocupación, la conciencia social, el interés por cuidar el lugar en el que se vive y que llamamos nuestro hogar. Pero las reivindicaciones sociales que representan la juventud pierden sentido cuando son estos mismos jóvenes quienes empobrecen el discurso con acciones decididamente narcisistas. Brazadas de auxilio dentro de un vaso de agua. Y los medios siempre prestos facilitando la labor de los insensatos, no solo multiplicando el mensaje, sino dando en primer lugar una voz a reclamos tan fuera de lugar y de contexto, tal vez en una enajenación similar, dan estatus de relevancia al lloriqueo intrascendente, con la seguridad de que esto nos pondrá a discutir, a pelear, a burlarnos y darles nuestra atención.
Y es que ahora vivimos en función de esa pequeña caja productora de eco que llevamos todos encima. Con angustia febril registramos todo. Recaudamos tanta evidencia de lo vivido como sea posible para que no se olvide, para que nos vean felices. Un registro en paralelo de nuestras alegrías. No queremos volver la mirada y encontrarnos nada más que en la difusa memoria humana, y tal vez en un par de recuerdos ajenos, tan difusos como los nuestros. Recolectamos con miedo de no tener nada, y así vivimos, llenos de documentos nostálgicos, y llenos de miedo.
Y es por ese miedo a que no nos recuerden que buscamos hacer de todos nuestros logros los más importantes espectáculos. Queremos que los demás se alegren tanto o más que nosotros. Por ese miedo a la violencia del olvido terminamos por ponernos por delante, hasta al frente, primeros, somos nuestra única y más grande prioridad en este caótico momento histórico que nos tocó vivir. Existimos con la ilusión de no irnos, con la esperanza de que nos pidan quedarnos en la fiesta, con el anhelo de ser indispensables en todas las mesas, de que nuestra voz suene más alto, como gritos por encima de esas otras voces que importan menos que la mía. Explotan nuestras ilusiones y miedos, pero el temor humano es desgarradoramente más rentable.
Maquillajes, vestidos, cenas, viajes, regalos, más fotos. Eso creemos merecen nuestros logros, como si el universo tuviera que compensar la deuda por habernos esforzado. El Mundo no nos debe nada. Somos grajos fingiendo ser pavos reales. No sabemos leer el momento, somos los oídos necios que no reciben consejos. Somos capaces de anteponer nuestros deseos de protagonismo por encima de temas de salud pública, porque sí, estamos en la mitad de una emergencia sanitaria que debería ser tomada con seriedad, con madurez. Pero nuestro ego nos empuja a gritar de nuevo, a hablar más fuerte que las necesidades del otro, mi llanto, el que importa, debe ser gritado por arriba de las palabras sensatas. Nos haremos los sordos solo para continuar con el monólogo egoísta de nuestra felicidad. No solo somos sordos, somos necios.
Thomas Mann, en su libro La Montaña Mágica, a través de su personaje Hans Castorp, hace una definición aplicable para lo que ocurre con la ceremonia de grados de la Uninorte. Es patético ser enfermo y estúpido. Es una condición difícil, porque debemos decidir con cara lo afrontamos, todo enfermo merece respeto a su situación, pero no toda situación es automática acreedora de empatía.
Por: Juan Ramírez
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