Tras el episodio de la estatua de Sebastián de Belalcázar en Popayán, el país debate sobre el papel de los monumentos en nuestra sociedad.
El miércoles 16 de septiembre, un grupo de indígenas misak hizo un juicio simbólico a la estatua de Sebastián de Belalcázar, ubicada en el morro de Tulcán de la ciudad de Popayán. El resultado del juicio fue la destrucción del monumento, que fue tirado al suelo luego de que lo jalaran con cuerdas.
En ese momento, la opinión pública colombiana se posicionó frente al tema, con voces que aplauden el hecho y otras que lo rechazan. La periodista Vicky Dávila, desde su cuenta de Twitter, se refirió a los hechos criticando la celebración de los indígenas, quienes saltaron y vitorearon la caída de Belalcázar. “Qué tal la celebración frente a la destrucción. Qué clase de protesta es esta” dijo la periodista en su trino.
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Este sentir de Dávila parece ser el de muchos colombianos, a quienes les preocupa que se esté destruyendo el legado histórico del país. Lo que deben saber es que no hay nada más saludable para la historia de nuestro país que sus símbolos inamovibles puedan ser destruidos por los ciudadanos que comparten el espacio público.
Un monumento es una apropiación del espacio público para contar un relato histórico. Sería sensato pensar que el uso de estos espacios está destinado para la conmemoración colectiva, para exaltar una idea de identidad compartida. Cuando un colombiano se pare frente a cualquier estatua en el país, esta debería decirle algo sobre lo que allí ha pasado y su importancia para el desarrollo del contexto actual y para con sus compatriotas.
No obstante, detrás de todo monumento siempre hay un discurso que sería difícil de llamar democrático. Según el periódico El Tiempo, citando a la historiadora Zamira Díaz López, la estatua de Belalcázar fue ubicada en el morro de Tulcán en 1930 por parte de las élites payanesas.
Tal acto tiene una carga simbólica atípica, pues el morro fue alguna vez un cementerio indígena de los pubenenses, dedicado también como templo a la adoración del sol, la luna y otros fenómenos del cielo. Su construcción data entre el año 500 y 1600 de la era común (o como otros le dirían, después de Cristo). Parece que nos es fácil como una sociedad católica y heredera del hispanismo el condenar la destrucción de símbolos religiosos católicos y españoles, pero no de quienes habitaron nuestro territorio antes que nosotros.
Esta es la primera lección sobre los monumentos. Para poder construir un relato histórico en piedra o metal, hay que destruir muchos más. Piensen en el debate que se está llevando a cabo en Estados Unidos, sobre la estatuas de los generales confederados que algunos quieren derribar. La pregunta es: ¿por qué conservar la memoria de quienes lucharon por el mantenimiento de la esclavitud? ¿Por qué no exaltar a quienes lucharon contra ella?
Son cuestionamientos sencillos en primera instancia, no obstante los sureños norteamericanos alegan que los confederados hacen parte de su herencia simbólica y que la esclavitud jugó un papel menor en la Guerra Civil Estadounidense. Es más, personajes como Frank Earnest, jefe de defensa del patrimonio de los Hijos de Veteranos de Virginia, sostienen que se trata sobre la libertad de los estados sureños en tanto a la centralización del poder de los estados del norte.
Los monumentos, en la mayoría de sus casos, son espacios de encuentro de narrativas discordantes en la historia. La estatua de Belalcázar no es la excepción. Los misak reclaman con este acto, la construcción de la historia de Popayán a través de la exclusión y subyugación de los indígenas.
Solo hay que pensar en la bomba social que es el departamento del Cauca; una de las mayores razones para la animosidad entre la población indígena y la mestiza son las divisiones históricas y la no integración de pueblos originarios al proyecto social colombiano. Si esto suena exagerado, siempre es bueno recordar que la senadora Paloma Valencia propuso que se partiera el departamento en dos. “Eso es lo que han pedido los indígenas del Cauca, autonomía frente a las autoridades locales. Creo que ayudará a evitar más confrontaciones», dijo la senadora en Twitter.
Si la solución para las problemáticas sociales y étnicas es la aislación de los pueblos, no podemos hablar de un proyecto democrático en Colombia. Y esta es parte de la clave de la discusión. La constante reconstrucción del pasado distante colombiano es de tan poca importancia para la población en general, que la versión en la que los españoles solo son enemigos en tanto lucharon contra nuestros próceres es la que impera en el imaginario colectivo. Pero cuando se trata de poner en entredicho los efectos de la colonia en la población y el territorio de los siglos XV en adelante, el análisis popular se limita a decir “nos robaron el oro”.
En otras palabras, la ciudadanía no se preocupa por revisar las narrativas históricas que componen el sustrato simbólico de su territorio, esa tarea queda en mano de los historiadores y del Estado colombiano.
Miles de colombianos se cruzan con estatuas de Bolívar, Santander, Nariño, Jiménez de Quesada y Belalcázar pero poco se preguntan sobre ellos y su importancia en los procesos históricos que hicieron a nuestro país lo que es hoy. Quienes critican a los indígenas por tumbar la estatua en Popayán ignoran quién fue realmente Belalcázar más allá de ser quién fundó Cali y Popayán. Incluso la Corona española le condenó a muerte por malos tratos hacia los indígenas, entre otras razones; pero lo que le importa a los incautos contemporáneos es un par de toneladas de metal que representaban a un hombre del que apenas y se preocuparon por conocer.
En este sentido, si queremos entender la construcción de narrativas históricas a través del espacio público, tenemos que comprender también que eso significa que todos los colombianos tienen la palabra en ese ejercicio. Una estatua de Belalcázar sin contexto alguno siempre será un recordatorio a las poblaciones indígenas de que sus antepasados fueron maltratados por un hombre que a los payaneses no les interesa conocer.
Podemos escrutar el pasado y entenderlo de dos formas: que hayan iniciativas estatales para contextualizar sus monumentos, sin rendirle culto a personalidades históricas y darle voz a quienes son víctimas de los relatos históricos hegemónicos. Mientras esta no sea una política de Estado, entonces que se tumben las estatuas necesarias; al menos eso abrirá el debate sobre qué hacer con estas.
Por: Jorge Iván Parada Hernández
Instagram: @jiph182
Imagen: Semana
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