Empezó nuevamente la vieja discusión por el aumento del salario mínimo. Una vuelta más en el calendario que está por terminar, augurando el inicio de un nuevo ciclo que no se avizora sencillo. El característico ambiente de festejo de una navidad enrarecida por la pandemia lleva consigo más de una preocupación. La crisis no ha dejado indiferente a ningún sector de la economía, y sus principales cabezas en el país están sentadas en una negociación más difícil de lo habitual. Y mientras que se discute cual es el monto más cercano al equilibrio de los intereses de las partes negociantes, son las familias colombianas, quienes no tienen una voz en la mesa, las que de una manera u otra terminarán por sufrir los efectos del acuerdo.
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Una historia que se repite año con año, un cuento que a pesar del tiempo parece que tendrá la misma solución amarga que en anteriores oportunidades. Expertos, opinadores y analistas llegan a diferentes conclusiones a través de unos argumentos que dividen a los dialogantes. Posiciones que se refuerzan en una discusión que finalmente es dirimida en la frialdad de las normas, con un trato final que parece beneficiar más a los empresarios que los ciudadanos que deberían proteger.
En este caótico año 2020 el grueso de la población ha visto afectada su economía por las consecuencias de la expansión indetenible de la Covid-19. A la ya históricamente violenta brecha social se le suma una voraz crisis que según algunas predicciones tomará varios años resarcir. Hoy se ha visto mermada toda cifra positiva que pronosticaba una mejoría sustancial en las condiciones de vida de los más de seis millones de hogares que dependen de un salario mínimo o incluso menos, mismas familias que hoy no pueden hacer otra cosas más que ser pacientes y desear que las comisiones de expertos, los representantes de gremios y en últimas los gobiernos opten por la menos nefasta de las opciones.
No se obtienen resultados distintos a los problemas cuando se emplean las mismas soluciones infértiles. Llevamos varios años con la consigna de que un salario mínimo bajo estimula la creación de empleos, mientras que su alza antagonizaría gravemente con la buena salud de las empresas del país, un argumento rebatido no solo por la teoría, sino además por evidencias como las bajas cifras de empleabilidad, la reducción del consumo en algunas áreas y el deterioro de sectores claves de la debilitada industria agropecuaria colombiana.
Una de las alternativas que proponen algunos economistas está en dejar de realizar los ajustes salariales basados pensando exclusivamente en la oferta, y mejor comenzar a tomar decisiones proyectadas en la demanda esperada. Una posible salida inicial a varios de los conflictos actuales: Un salario más alto significa un mayor consumo, por tanto, existiría una mayor inversión en las compañías estimulando la demanda de bienes. Además, ayudaría a la creación de un ambiente laboral favorable que empiece a desdibujar las fronteras invisibles que ha trazado la desigualdad social. Pero para ello hace falta voluntad política.
Los estrechos lazos entre el empresariado y el gobierno no son algo que haya nacido con la llegada de Iván Duque a la presidencia, pero es verdad que su orientación política y su estrategia económica legitiman el proceder anacrónico de los gremios, mismo que apoyan medidas como el día sin IVA sin importar que este puede traer consecuencias para la salud pública, una necesidad de reactivación que se termina cuando se habla de aumentar el sustento de miles de familias, en ese caso es inviable. Solo resta esperar a que en este dilema los mismos viejos bolsillos terminen dando la misma respuesta de siempre.
Por: Juan Ramírez
Instagram: @sebasragut
Imagen: Juanita Escobar
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