Ser obscenamente ricos es una de las fantasías de cualquier ser humano. Hay quienes lo dejan saber sin pudor alguno, por otro lado, están quienes por ética propia disimulan esta aspiración sin dejar de perseguirla, pero todos coinciden en la voluntad de seguir ese camino a su manera, a su ritmo, todos aunados a alcanzar ese punto de abundancia suficiente para retirarse de las obligaciones de la vida adulta y sacarle el cuerpo al fantasma angustioso de la pobreza, una sombra descomunal que cubre a cerca del 40 % de la población mundial.
Se puede renegar de este deseo porque, con toda razón, se es egoísta al buscar esa salvación personal, que en el mejor de los casos puede abarcar a nuestro círculo más cercano. Y es que el bienestar de nuestros seres queridos es motivación suficiente para intentar pertenecer a ese reducido grupo que concentra la mayor cantidad de recursos económicos del planeta. La tranquilidad que brinda saber a salvo a quienes se ama no puede ser sustituida fácilmente, una garantía infranqueable proveniente de la ilusión de la riqueza.
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Ese es uno de los principales méritos del modelo económico moderno. No existe ningún sistema de valores lo suficientemente fuerte para evitar que, de una manera u otra, idealicemos el concepto de la opulencia. Una estructura de mercado que promete regularse a sí misma mientras otorga la posibilidad a las personas, a cualquiera (al menos en teoría), de lograr la realización personal a través de la obtención de sumas insalubres de dinero, es un canto de sirena que se fortalece en la desesperanza de quienes no tienen nada y que harán lo que sea para revertir su situación.
Creo que es apenas lógico que, con la glorificación del dinero, el poder y el estatus, surjan mercaderes de todos los rincones, quienes prometen poseer la fórmula infalible que nos hará ricos y nos permitirá escapar de todos nuestros problemas. Inversiones en bolsa, criptomonedas y marketing digital hacen parte de esa oferta de milagrosas curas a nuestra pobreza crónica. Gurús que aseguran que si no triunfas en la vida es tu culpa por no esforzarte lo suficiente, que si sus consejos no te funcionaron se debe a que eres un individuo defectuoso incompatible con el mundo del éxito, quedándose con el diezmo que aportaste a esa provechosa iglesia en la que se ha convertido el emprendimiento contemporáneo.
A pesar saber de sobra la mentira que nos venden estos gurús, eso no evita que queramos ser como esas superestrellas del deporte con decenas de autos deportivos, ser poderosos como los genios de Silicon Valley y sus imperios multimillonarios que ponen jaque a democracias enteras, ser ricos como aquellos que se mudan de nación para vivir en una mansión en medio de un país con menor tributación, tener los millones precisos para darse esa vida mejor que nos prometen los políticos, ser lo suficientemente ricos para no mirar atrás en un mundo lleno de una barbarie que desborda nuestra esperanza.
Aun y cuando el deseo de ser millonarios es egoísta es, cuanto menos, diametralmente mejor que ser pobre por estándar, y es que ser pobre está mal por la innumerable lista de necesidades que esta condición nos obliga a atravesar.
Maldita sea la pobreza, una y mil veces, maldita sea esa la desesperación de los estómagos vacíos, maldito sea el desconsuelo de quienes duermen sobre el asfalto y el cemento, esa zozobra de la hambruna que nos acorrala, ese infortunio de nacer en familias que no nos pueden ofrecer seguridad alguna, maldita sea la fatiga de vivir esquivando intereses, cobros y desahucios impagables; maldita sea la pobreza que normaliza la mendicidad y que hace pensar que ese estado de carencia es un rasgo cultural de nuestros pueblos explotados, malditos quienes aceptan con resignación el discurso del hampa, que crean orgullo en la pobreza y hacen del crimen una cultura rentable.
No hay orgullo en ser millonarios por azar, como tampoco lo hay en ser pobre por desgracia. De lo que se debería sentir orgullo es de aquello que nos representa más allá de nuestro poder adquisitivo, la pobreza y la riqueza no son cultura, son condiciones bajo las que vivimos y que luego pueden incidir en nuestra costumbres y políticas que se estructuran en el mismo sentido que dicta la brecha de la desigualdad, una enfermedad social a la que los gobiernos y nosotros, como sus ciudadanos, tenemos la responsabilidad de enmendar.
Por: Juan Ramírez
Instagram: @sebasragut
Imagen: Jean-Léon Gérôme
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