En Colombia, y en el mundo occidental en general, es común empezar a buscar empleo desde la adolescencia. Todos hemos tenido trabajos más o menos formales en nuestra pubertad y en los que hemos aprendido algunas de las nociones básicas del significado del trabajo y algunas otras ascepciones de la vida. Yo personalmente tuve un par que me enseñaron sobre el esfuerzo y tangencialmente sobre los prejuicios.
Uno de los trabajos en los que me desempeñé fue el de mesero en un restaurante de eventos. Era mejor que ser mesero regular ya que en un evento la carta es la misma para todos los invitados y así evadía el miedo que me generaba el equivocarme al registrar el pedido. Aunque también tenía sus desventajas, ya que el trabajo fluctuaba y dependía de si se programaba un evento, varios o ninguno para esa semana, haciendo variar mucho los ingresos que obtenía y el tiempo que debía invertir en él. En el mundo de los servicios y atención al cliente, la mano de obra femenina es preferida sobre la masculina por esa capacidad diplomática atribuida a las mujeres, por lo que yo era el único hombre entre el equipo de meseros y me encargaban las labores físicas a mí, a pesar de que no soy muy hábil ni fuerte.
Una de las tareas que alguna vez me asignaron consistía en ir en bicicleta hasta un supermercado a conseguir una verdura que hacía falta. Recuerdo que una de las instrucciones era ir a una tienda en específico ya que debía fiar el mandado. Desde el primer momento en que recibí la orden me generó algo de ansiedad ya que debía encontrar el supermercado que se encontraba al lado de otro prácticamente igual, y no podría equivocarme de local ya que no tenía dinero para pagar y debía entrar en el que mi jefe podría pagar después y así evitar cualquier malentendido. Al llegar al frente donde se encontraban ambos supermercados quise asegurarme de entrar al indicado y me acerqué a preguntarle a una señora que pasaba por allí. No me baje completamente de la bicicleta, apenas me incliné hacia el frente y me dirigí a la mujer que inmediatamente apretó su bolso y abrió temerosamente sus ojos ante mi intervención.
En un primer momento me sorprendí tanto como la señora a la que cuestioné. Había apretado su bolso con esa fuerza del último abrazo a un ser querido antes de perderlo. La mujer había dado por hecho que me había acercado a ella para despojarla de sus pertenencias. ¿Qué le había hecho pensar eso? En un principio pretendí entenderla, un hombre joven moreno de contextura delgada, más o menos alto, con la cara empapada en sudor, con ropa de trabajo algo sucia y con un vehículo listo para la huida, es el prototipo calcado de delincuente común que muchas personas tienen en la cabeza. Al analizar la manera en la que me aproximé pensé que era algo predecible, pues las personas esperan algunas cosas de las personas con cierto tono de piel, y pensé por un instante que era culpa mía, pero no era así. ¿Era culpa de la señora? Tal vez lo creí así porque somos víctimas de las circunstancias de un país profundamente dividido por la intolerancia y es imposible no terminar contagiado de alguna clase de prejuicio. Pero ese era el problema, todos tenemos parte en esta discusión y evadir nuestras responsabilidades en la eliminación de los prejuicios está lejos de ser una solución productiva.
Lo que me pasó a mí con la mujer del supermercado no se acerca mínimamente a lo que sufren las personas negras o pertenecientes a cualquier otra etnia en su diario vivir. El rechazo con el que son tratados, siempre tan menospreciados que terminan por habituarse a ser observados por encima del hombro por las miradas inquisidoras guiadas por el prejuicio, y quienes no lo sufren pero son testigos igual callan, normalizando la discriminación como una costumbre más de nuestra sociedad.
Las recientes protestas en Estados Unidos por el asesinato de George Floyd a manos de un policía han puesto de manifiesto la violencia y los complejos de superioridad que inundan el mundo occidental. Por una parte, la agresión y homicidio cometido por el agente refleja a la perfección la visión supremacista que tienen muchos en ese y otros los países. Una persona que somete sin piedad a otra sin ningún remordimiento o miramiento por el respeto a la vida del que es su igual. Y por otro lado existe la reacción de las personas alrededor del mundo, en la eterna necesidad de responder a preguntas que no ha hecho nadie, siempre buscando desmarcarse de la maldad que creemos no poseer. Las manifestaciones del #BlackOutTuesday y del #BlackLivesMatter, si bien sirven para mostrar nuestra solidaridad con las víctimas de la violencia estructural y física que enfrentan las personas negras en el mundo, también han sido utilizadas por algunos como parte del trending vacío de las redes sociales, esto lejos de ayudar le quita valor a las reivindicaciones, pues un símbolo tiene poder en tanto su uso posee algún significado trascendental o se convierte en algo utilitario y del montón, flaco favor hacen estas personas a la defensa de los derechos y en cambio contribuyen a la reafirmación de la mirada compasiva y revictimizadora que quieren eliminar los movimientos sociales.
Las tragedias como la de George Floyd deberían ayudarnos a revisar nuestra mirada sobre el racismo más allá del activismo pasivo de las redes. En estos casos deberíamos preguntarnos a nosotros mismos si nunca hemos ejercido nuestras posiciones de poder sobre alguien más, si nuestras bromas machistas, xenófobas y sexistas no han herido a alguien. Tal vez el mal último que perseguimos no es más que la encarnación de vidas como las nuestras, llenas de prejuicios sobre los otros, tan acomplejados por ser buenos que terminamos juzgando a quien opina y siente diferente. Tal vez el origen del prejuicio no sea otro que nuestra misma actitud irreflexiva frente a los demás, juzgando lo divino y humano sentados en lo alto de nuestra moralidad.
Por: Juan Ramírez
Instagram: @sebasragut
Imagen: Lágrimas de Verano – Paloma Navares
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